WILLIAM ANSEUME| EL UNIVERSAL
lunes 23 de septiembre de 2013 12:00 AM
Militares, poseedores, custodios y usuarios de la mayoría de las armas de la República, no deben tomar partido. Su interés mayor, su desprendimiento político tiene que ser por el país nacional, no por una ideología; menos por una política partidista, aunque los favorezcan. Así lo señala la Constitución Nacional, regidora absoluta de nuestras actuaciones, que estamos obligados a cumplir y hacer cumplir todos. Allí reza: "la Fuerza Armada Nacional constituye una institución esencialmente profesional, sin militancia política" ¿Resulta tan complicado hacer valer esto?
Peor aún si el país está dividido en dos mitades que, en el ingenioso decir de ese filósofo instalado en Miraflores del que no podemos señalar su procedencia por desconocida, hay una más grande que la otra. Y mucho peor si la más grande no es la que concuerda en la actualidad con el pensamiento "revolucionario". Si entendemos revolución por cambio sustancial, pues ese cambio deberá venir con prontitud, antes de que nos pasemos del llegadero en el que nos encontramos sumidos; esto quiere decir: los verdaderos revolucionarios no somos los que aupamos al poder establecido por esa camarilla de aproximaciones convenientes a las doctrinas comunistas, dispuesta a seguirse enriqueciendo con este botín de guerra en el que han transformado al país.
¿Qué significa que un militar sea institucionalista? Pues nada más que respete la Constitución, las leyes y los organismos que se ha dado el Estado para su funcionamiento; que obedezca a sus superiores en todo aquello que no contravenga lo establecido por el ordenamiento jurídico venezolano, en este caso. Lo contrario es no ser institucionalista, sino otra cosa, un entreguista, un beneficiario inmediato de la complacencia del poder de turno, capaz de imponer con el respeto que manifiesta su uniforme y la posesión de las armas un criterio sesgado y fuera de orden a los demás conciudadanos de la república.
Así que por más bocón que pueda llegar a ser algún militarcillo incrustado en alturas o bajuras, más bien, del poder, está literalmente impedido de inclinarse hacia nada que no sea el bienestar de la patria, señalado por la Constitución. ¿Les escuece que sean poderes civiles los que diseñen esas normativas que nos rigen? Bueno, pero es así. Es la orden que hay y transgredirla debería representar un castigo moral, primero, ante su conciencia y la de los suyos, ético, político, desde luego y de justicia: legal.
"Siempre los militares posicionados han estado inclinados al poder de turno", se me dirá y es cierto; la mayoría de los que no se prosternan al poder han quedado fuera, lamentablemente, de lo que tal vez más les interesa: la repartición de cargos, los ascensos, la confianza, las negociaciones, el bienestar económico. ¿Colocarse por encima del interés nacional a pesar de todo? Es de lo más humillante, desdice mucho de la persona, de la tradición de nuestros valerosos militares de siempre, de nuestra conciencia histórica. Es una diatriba interesante sin duda. La firmeza de un militar que no sea un utilitario soldadito de plomo debería ser la verdadera garantía del pueblo, para sentirse de veras protegido por las armas que la nación les brinda. Protección de agentes foráneos, desde luego, y de agentes internos que quieren permanentemente violentar lo establecido "porque tengo el arma". Ese es el pensamiento del malandraje.
Sé que puede apreciarse como sumamente complicado rebelarse ante un superior y decir por ejemplo: "no soy barbero" o "no estoy al servicio de la nación para cortar el monte o limpiar las calles", por lo bajito. Tal vez enfrentarse a quien le obliga a lucir al cuello un pañuelito tinto para espetarle un "no uso eso". Son estos ejemplos nimios, pero que pueden llegar a situaciones más complicadas como "no obedezco órdenes o mandamientos de agentes extranjeros". O, algo así: "no acepto, de ningún modo, que se violente la soberanía nacional, de eso no seré copartícipe". Y de allí a llegar al ya legendario parafraseo de "no disparo mis armas contra el pueblo porque no quiero que sobre mí recaigan las más profundas e inmodificables maldiciones".
"Las armas contra el pueblo" son palabras que pueden llegar a tener muchos sentidos, por lo menos que no se deben disparar, obvio; que no se pueden usar para amedrentar y torcer voluntades, para denigrar de las personas obligándolas; que no se pueden esgrimir como excusa para intentar detener de soslayo lo que el pueblo ha deseado, imponiendo el poder armado.
Un militar debe estar al servicio de todos quienes componemos la nación, seamos del partido que seamos o de ninguno. Así que un militar revolucionario, como se entiende esta palabreja devaluada en la actualidad por el acontecer económico, político y social del país, no debería existir. Los militares deberían replegarse en su resguardo mayor: las leyes de la República, encajonarse allí y no salir sino a defender la patria, adentro y afuera.
Peor aún si el país está dividido en dos mitades que, en el ingenioso decir de ese filósofo instalado en Miraflores del que no podemos señalar su procedencia por desconocida, hay una más grande que la otra. Y mucho peor si la más grande no es la que concuerda en la actualidad con el pensamiento "revolucionario". Si entendemos revolución por cambio sustancial, pues ese cambio deberá venir con prontitud, antes de que nos pasemos del llegadero en el que nos encontramos sumidos; esto quiere decir: los verdaderos revolucionarios no somos los que aupamos al poder establecido por esa camarilla de aproximaciones convenientes a las doctrinas comunistas, dispuesta a seguirse enriqueciendo con este botín de guerra en el que han transformado al país.
¿Qué significa que un militar sea institucionalista? Pues nada más que respete la Constitución, las leyes y los organismos que se ha dado el Estado para su funcionamiento; que obedezca a sus superiores en todo aquello que no contravenga lo establecido por el ordenamiento jurídico venezolano, en este caso. Lo contrario es no ser institucionalista, sino otra cosa, un entreguista, un beneficiario inmediato de la complacencia del poder de turno, capaz de imponer con el respeto que manifiesta su uniforme y la posesión de las armas un criterio sesgado y fuera de orden a los demás conciudadanos de la república.
Así que por más bocón que pueda llegar a ser algún militarcillo incrustado en alturas o bajuras, más bien, del poder, está literalmente impedido de inclinarse hacia nada que no sea el bienestar de la patria, señalado por la Constitución. ¿Les escuece que sean poderes civiles los que diseñen esas normativas que nos rigen? Bueno, pero es así. Es la orden que hay y transgredirla debería representar un castigo moral, primero, ante su conciencia y la de los suyos, ético, político, desde luego y de justicia: legal.
"Siempre los militares posicionados han estado inclinados al poder de turno", se me dirá y es cierto; la mayoría de los que no se prosternan al poder han quedado fuera, lamentablemente, de lo que tal vez más les interesa: la repartición de cargos, los ascensos, la confianza, las negociaciones, el bienestar económico. ¿Colocarse por encima del interés nacional a pesar de todo? Es de lo más humillante, desdice mucho de la persona, de la tradición de nuestros valerosos militares de siempre, de nuestra conciencia histórica. Es una diatriba interesante sin duda. La firmeza de un militar que no sea un utilitario soldadito de plomo debería ser la verdadera garantía del pueblo, para sentirse de veras protegido por las armas que la nación les brinda. Protección de agentes foráneos, desde luego, y de agentes internos que quieren permanentemente violentar lo establecido "porque tengo el arma". Ese es el pensamiento del malandraje.
Sé que puede apreciarse como sumamente complicado rebelarse ante un superior y decir por ejemplo: "no soy barbero" o "no estoy al servicio de la nación para cortar el monte o limpiar las calles", por lo bajito. Tal vez enfrentarse a quien le obliga a lucir al cuello un pañuelito tinto para espetarle un "no uso eso". Son estos ejemplos nimios, pero que pueden llegar a situaciones más complicadas como "no obedezco órdenes o mandamientos de agentes extranjeros". O, algo así: "no acepto, de ningún modo, que se violente la soberanía nacional, de eso no seré copartícipe". Y de allí a llegar al ya legendario parafraseo de "no disparo mis armas contra el pueblo porque no quiero que sobre mí recaigan las más profundas e inmodificables maldiciones".
"Las armas contra el pueblo" son palabras que pueden llegar a tener muchos sentidos, por lo menos que no se deben disparar, obvio; que no se pueden usar para amedrentar y torcer voluntades, para denigrar de las personas obligándolas; que no se pueden esgrimir como excusa para intentar detener de soslayo lo que el pueblo ha deseado, imponiendo el poder armado.
Un militar debe estar al servicio de todos quienes componemos la nación, seamos del partido que seamos o de ninguno. Así que un militar revolucionario, como se entiende esta palabreja devaluada en la actualidad por el acontecer económico, político y social del país, no debería existir. Los militares deberían replegarse en su resguardo mayor: las leyes de la República, encajonarse allí y no salir sino a defender la patria, adentro y afuera.
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