Monday, September 23, 2013

Mientras crece la hierba de la eternidad

En: Recibido por email


Rodolfo Izaguirre

Papel Literario

Septiembre15, 2013

http://www.el-nacional.com/blogs/palabras_sobre_palabras/Platinum-Adriano_7_223847657.html

Recientemente Los Libros de El Nacional publicó una valiosa edición de los Cuentos completos de Adriano González León. El volumen cuenta con un texto de Rodolfo Izaguirre, amigo desde la época del liceo de González León, en el que construye una memoria afectiva del narrador. Presentamos a nuestros lectores un fragmento del mismo

Apareció un día en el liceo Fermín Toro de Caracas dispuesto a culminar un bachillerato que por razones técnicas ministeriales no podía terminar en Valera o en Carvajal su lugar de nacimiento; de tal manera que su nueva y previsible carta de ciudadanía liceísta lo obligó a dejar atrás alguna neblina de ciertas tardes y unos páramos cercanos donde crece la hierba de la eternidad: parajes que evocó años más tarde cuando compuso uno de sus textos más hermosos para homenajear a Juan de la Cruz en el que ofrecía al universo de la poesía su célebre "Cántico de Jajó", que incluía su "Oración para que san Juan de la Cruz perdone a los poetas" y terminaba con esta dolorosa confesión: "Creo que a mí no me podrás perdonar. No sé... No sé... He tratado de decir muchas cosas en tu honor... He tratado de hablar de tu presencia milagrosa... He tratado de dejarte unas palabras... Y sólo queda un no sé qué que queda balbuciendo". También dejaba atrás el agua del Alto de Escuque el último lugar, dejó escrito, donde se deposita toda la ternura de la tierra. Allí vivían unas tías suyas y el agua que se tomaba en esa casa provenía de un manantial de la montaña muy cercano; límpido, resplandeciente como cristal, que parecía manar desde el propio Paraíso Terrenal donde se levanta el árbol de la vida porque, ciertamente, no era un agua de este mundo. Dijo que había polvo en la montaña; que la neblina, precisamente, convertía las piedras en plantas de otro mundo; que el

frailejón respira con sus hojas de llanto casi animal; que había unos venados sonámbulos y una planta llamada díctamo para alargar la vida... Pero el liceo caraqueño lo hizo hombre de ciudad y al alcanzar renombre como escritor, Adriano González León supo que ya no volvería a tomar aquella agua; que era como si la ciudad le hubiera hecho perder la inocencia... Que armado de una espada encendida se había auto expulsado del Edén que allí se había construido. En todo caso, supo esparcir la ternura de aquella tierra y la eternidad de sus aguas no sólo sobre quienes le conocimos entonces, sino sobre todos los que tuvieron ocasión de verlo, escuchar su voz, leer sus apasionados textos y deleitarse con el resplandor de su palabra. Para mí ha significado un privilegio haber sido él, más que un amigo entrañable, el admirado hermano de la familia que he elegido a lo largo de mi propia vida. El Fermín Toro fue más que un liceo hermoso y combativo que veía venir sobre el país venezolano el oprobio del fascismo perezjimenista. Estudiar allí en los años cincuenta del pasado siglo hizo posible que germinaran en su alumnado impulsos libertarios y, en algunos, la exploración intelectual y una amplitud de pensamiento que se reafirmó cuando comenzaron a revelarse afinidades electivas y fueron surgiendo los nombres de quienes poco tiempo después iban a formar parte del grupo literario Sardio. Bastaba pronunciar un nombre en los amplios corredores del liceo: Baudelaire, Herman Hesse, Rimbaud, Matisse para que aparecieran Luis García Morales o Elisa Lerner como si los hubiesen mencionado o quedaran convocados para el bar y las cervezas de esa noche los amigos valeranos de Adriano y se le ocurriera a García Morales invitar un día a un amigo suyo, también libretista y locutor en Radio Continente, llamado Salvador Garmendia, para que conociera al grupo que se estaba formando y luego se incorporaron Guillermo Sucre y Gonzalo Castellanos, nuestro amigo arquitecto ido tempranamente. Fue en este liceo caraqueño donde hicimos nuestro primer aprendizaje en el permanente combate contra todo tipo de autoritarismo o imposiciones ideológicas, políticas, intelectuales o las simplemente académicas que pudieran entremeterse abusivamente dentro de las aulas, y aprendimos ¡a cuestionarlo todo! A no aceptar la palabra de los adultos sin comprobar antes su veracidad. El Fermín Toro, como el buen liceo que era, aceleró en nosotros una disposición para el discernimiento y la confrontación.

De allí las constantes huelgas que se originaban en él y más tarde en las universidades, al punto que llegó a decirse que la Universidad Central de aquellos años era decididamente marxista porque era una universidad sin clases. Nos levantábamos en solidaridad con acontecimientos ocurridos en otros liceos; desafiábamos a una policía siempre dispuesta a disparar a matar y a considerar a los estudiantes como peligrosos enemigos de la sociedad y, con rabia en el pecho, acompañábamos hasta el cementerio al compañero muerto ese día, manifestando nuestra protesta en medio de acaloradas consignas contra los abusos e intolerancia del gobierno de turno: "¡El pueblo unido jamás será vencido!" y vehementes canciones: "Joven Guardia, siempre en guardia... o "¡Somos los hijos de Lenin..!". una estrofa que hizo exclamar a una mujer que nos vio pasar: "¡Pobre padre!". A veces, subíamos las escalinatas de El Calvario para ver al Fermín Toro desde lo alto y extasiarnos en la soledad que se adueñaba de él durante la huelga que habíamos provocado, y Adriano recordaba la frase de André Bretón cuando exaltó al martiniqueño Aimé Cesaire: "¡Su poesía es bella como una huelga general!". Siempre han pesado sobre el país los oscuros y perversos nubarrones del militarismo que tanto malestar y oprobio han causado al pensamiento y a la libertad que se requiere para expresarlo, aunque, en sentido contrario, hayan servido para impulsar y activar la conciencia civil que Adriano cultivaba ya desde aquellos tiempos iniciales del Fermín Toro y que jamás dejó de acrecentar. Tenía, como yo, 4 años cuando muere Juan Vicente Gómez. No padecimos, él en Valera y yo en Caracas, semejante oprobio pero lo sufrieron nuestros mayores. Sin embargo, nos alcanzó en plena juventud la dictadura de Marcos Pérez Jiménez y él llegó a conocer hacia el final de su vida (2008) la autocracia del llamado socialismo del siglo XXI. Lo que hizo Pérez Jiménez con Adriano y, desde luego, con todos los de su generación fue abominable y criminal porque obstaculizó durante diez años nuestros procesos creativos e intelectuales. Tuvimos que esperar una década y, en algunos de nosotros un tiempo mayor, para que unos y otros comenzáramos a producir y revelar los frutos de nuestra actividad creadora. Las ricas aunque difíciles vivencias acumuladas antes y durante el perezjimenismo tardarán años

en revelarse a través de la literatura o de las artes plásticas. Apoyándose en la tenebrosa Seguridad Nacional aquel militar que fue Pérez Jiménez, apenas un teniente coronel cuando conspira contra Isaías Medina en octubre de 1945, detuvo nuestra vida intelectual y paralizó la revelación de nuestras vivencias; desarrolló el país económico pero aterrorizó al país espiritual y cometió un crimen nefasto al impedir que fluyera el pensamiento. Cerró las puertas y las ventanas; obstaculizó las esclusas de la aventura intelectual. ¡Nos convirtió en víctimas! La de Adriano, que es también la mía, fue una generación tardía. En El día y la huella , publicado por la editorial bid&co., Jesús Sanoja Hernández, al referirse a los integrantes de Sardio y de Tabla Redonda, los dos movimientos o grupos literarios y artísticos activos en aquel momento, afirma que el mejor título para designar a estos grupos que consumen la edad del sueño en compromisos y destierros es el de la "otra generación", porque no se salvó ninguno de ellos en el momento de cruzar ese Cabo de las Tormentas que se dobla cuando se llega a los 30 años. Esa "otra generación", dice Sanoja, ha tenido la desventaja (o la ventaja) de cuajar tardíamente, en plena adultez, en el período en que ya el autor empieza a ser material biográfico. En 10 años, escribió Sanoja, apenas si Adriano González León y Juan Calzadilla, y a última hora Guillermo Sucre, tuvieron la oportunidad de publicar notas en el Papel Literario ; modo de aver mantenencia más que la expresión de lo que llevaban por dentro. Los otros eran unos desterrados en el sentido radical de la palabra, o unos sepultados por el cataclismo. Rafael Cadenas, en la poesía, necesitó rebasar los 30 años y su primer libro importante se titula precisamente Cuadernos del destierro . Salvador Garmendia, en la narrativa, llegó a esa edad sin haber escrito más que libretos radiofónicos. A Zapata, nadie lo conocía. Aníbal Nazoa, a quien estaba reservado escribir la novela fantástica de Venezuela, el esperpento o el grottesco’ de la violencia, reventó, en su estilo de humor trascendente, ya traspuesta la treintena... ¡Allí están! Pertenecen a la "otra generación".

Fueron días duros en los que la dictadura militar asesinaba en las calles a líderes democráticos como Leonardo Ruiz Pineda; torturaba en las cárceles hasta la muerte. Y a este oprobio militarista nos enfrentamos todos y siempre estuvo Adriano defendiendo el derecho a ejercer el pensamiento en libertad. Era como si reviviéramos en él la heroica dignidad de aquel Alonso Andrea de Ledesma el anciano que, montado en su caballo, vistiendo una armadura vieja y armado tan sólo de una lanza y su valor, se enfrentó a los piratas ingleses que invadieron a Caracas en mayo de 1595. ¡Una imagen que Adriano siempre adoró!

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