Federico Vegas
El 24 de enero de 1868, los hermanos Goncourt escribieron en su diario:
Si existe un Dios, el ateísmo debe parecerle un insulto menor que la religión.
Es extraño que dos hermanos lleven un mismo diario, un género que se distingue por revelar las experiencias íntimas de un individuo, especialmente siendo los Goncourt hombres bastante distintos. Se llevaban ocho años. Edmond era serio hasta la torpeza y se exigía una flemática responsabilidad. Jules era volátil y alcanzaba con facilidad los límites de la inestabilidad y la travesura. Gracias a que los unía una misma sensibilidad y un fanático amor por las palabras, tenemos hoy esta visión de la vida en París desde los extremos de dos hermanos que también llegaron a compartir la misma amante.
Pensando en las combinaciones fraternas que me he ido tropezando en la vida, incluyendo las de mis hijos y las de mis propios hermanos, creo que en un mismo hogar suelen nacer perros y gatos. Unos son más buscadores de cariño y viven pendientes de sus padres; los otros andan de su cuenta y a su ritmo, con ese misterioso andar de los felinos, siempre tan vigilantes como ausentes.
De esta imagen familiar pasé a imaginar cómo sería el diario de un país entero, ahora que somos perros y gatos en el peor de los sentidos. Me refiero a un diario donde se asiente lo que toda Venezuela va sintiendo día a día. Suena a fantasía, pero si no dejamos un testimonio colectivo del inútil y apestoso drama que hemos vivido, el futuro estará más desorientado y desprevenido que nuestro reciente pasado. Por más contradicciones que haya entre nosotros, algo habrá que sentimos todos y puede asentarse con el mismo provecho que el diario de Edmond y Jules.
Cuando le conté a Francisco Suniaga lo que escribieron estos dos parisinos un 24 de enero, se alegró mucho:
—Dios debe estar contento conmigo. Lo molesto muy poco.
En ese momento de apertura y amistad se nos abrió a los dos un cambio de perspectiva. Siempre nos preguntamos qué significa Dios para nosotros, si tiene sentido su existencia, cómo representarlo, cómo comunicarnos con él, pero rara vez volteamos la tortilla: ¿Qué le significamos a Dios? O, utilizando el verbo de los Goncourt: ¿Qué tal le parecemos?
Encuentro una pista en un poema de Wislawa Szymborska titulado “El silencio de las plantas”. En nuestra omnipotente aproximación a las plantas, algo habrá semejante a la relación que Dios, de existir, guardaría con nosotros.
Wislawa comienza hablando de una curiosidad que no es recíproca, y nos ofrece la lista de sus plantas favoritas: la “hepática”, muy dada a la permanencia; la “nomeolvides”, que requiere poca atención aunque su apodo le exija tanto; el “muérdago”, con sus tendencias parasitarias; el bulboso y solitario “narciso”. La poeta tiene un nombre para cada una, pero ninguna tiene un nombre para la poeta, a quien le gustaría charlar un poco
Después de todo, estamos viajando juntas.Y los compañeros de viaje usualmente conversan,intercambian comentarios al menos sobre el tiempo,o sobre la estaciones que pasan volando.
Temas no nos faltarían: Tenemos tanto en común.La misma estrella nos mantiene a su alcance.Proyectamos sombra según las mismas leyes.Intentamos comprender cosas, cada una a su manera,y lo que no sabemos también nos acerca.
Lo explicaré lo mejor que pueda, solo tienen que preguntarme:Qué es mirar a los ojos,por quién late mi corazón,o por qué mi cuerpo no tiene raíces.Pero cómo contestar a preguntas nunca hechas,siendo yo, además, un ser tan totalmentenadie para ustedes.
No hay manera, la poeta no logra pasar de un monólogo que las plantas no parecen escuchar. A medida que avanzamos por este emotivo poema —conviene leerlo mientras paseamos por un jardín—, son las plantas las que parecen dioses. Algo tienen de aquellas divinidades griegas que una vez dominaron el universo y ahora son estatuas mudas, tan reacias a responder a nuestras preguntas como en sus mejores años. Esa sospecha incita a Wislawa a cerrar su poema diciendo:
Conversar con ustedes es esencial e imposible.Urgente en esta vida presurosay aplazado hasta nunca.
Más fácil que con las plantas, e incluso que con los gatos, es hablar con los perros, muy dados a responder aunque sea con su incansable cola. Su sumisión a los hombres se debe a que, con tan burdas pezuñas, no logran hacerse cariño unos a los otros, al menos alrededor de las orejas, donde son tan sensibles. El primer lobo que sintió la sofisticación de semejante caricia, lamió la mano del hombre en vez de morderla. Esa misteriosa mezcla de placer con cosquilla lo convirtió en un perro manso, bien dispuesto a adorar a un ser superior capaz de preparar unos guisos deliciosos del que a veces le llegaban despojos. Gracias a su fidelidad han ido ganando terreno a través de los siglos. Me imagino la impresión que ahora les causará el que un ser tan superior se agache a recogerles la mierda en las aceras.
Si resulta que tenemos más de perros divinizados que de semidioses, el observar cómo somos observados por los mejores amigos del hombre puede ayudarnos a entender nuestra relación con Dios. ¿Acaso nuestras mascotas no parecen mirarnos con plácida adoración y absoluta fe? Mira a tu perro jadear de alegría cuando te ve llegar, babear como un grifo y darte vueltas alrededor, y pregúntate si a Dios le gusta vernos así, tan eufóricos, tan pendientes y dependientes, o prefiere la elegante indolencia del gato, o el magnético silencio de las plantas.
Y conste que he presenciado la muerte de dos de mis perros, y la desaparición de un tercero, el más aventurero. Así conocí el vago rastro que deja en la tierra el alma de los animales, tan distante del odio y el arrepentimiento que su estela es suave, natural, más cerca de la perplejidad que del dolor.
Estas visiones que los hombres tenemos de las plantas y los animales son más persistentes y homogéneas que las que tenemos de Dios, sometidas a la inercia de la infancia, a las veleidades de nuestras entrañas, a esos cambios de pendiente que traen los años y a reiteradas o inesperadas influencias. Los mismos hermanos Goncourt escribieron el 8 de febrero de 1868 una versión algo distinta a la del 24 de enero:
Uno de los orgullosos placeres de los hombres de letras es sentir dentro de si el poder de inmortalizar lo que quiera inmortalizar. Por insignificante que sea, siempre estará consciente de poseer una divinidad creadora. Dios crea vidas; el hombre de imaginación crea vidas ficticias las cuales pueden causar una impresión más profunda y más viva en la memoria del mundo.
Quizás Jules, el más atrevido, haya escrito la entrada del 24 de enero, y Edmond, con su oronda seriedad, esta del 8 de febrero. Puede haber sido también al revés, porque la segunda es, sin duda, más irreverente. Pretender que podemos dejar huellas más profundas y vivas que Dios suena a sacrilegio, pero al menos Jules, o Edmond, o los dos hermanos, están reconociendo la existencia de un ser superior, o dejando de reconocer que Dios puede ser también una de nuestras más persistentes ficciones.
Esta glorificación del hombre creador nos lleva a la manera más decisiva y exigente de revisar nuestra relación con Dios. Me refiero a examinar la relación que sostenemos unos con otros partiendo de la respuesta que Jesús le dio a un fariseo cuando le preguntó:
—Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento en la ley?
—Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y más grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas.
Paradójicamente el primer mandamiento suele justificar la violación del segundo. Un colosal ejemplo que nos concierne es la fundación de Hispanoamérica, pues se dio en un siglo cuando un mandamiento estaba en su esplendor y el otro en su peor momento. No es casual que el descubrimiento de nuestro continente coincida con la expulsión de los judíos y la toma de Granada. Este proceso de enfrentamiento y exclusión se extendió con mayor crueldad y facilidad a los indígenas que España iba encontrando en sus avances. Las encendidas polémicas sobre si se debía considerar hijos de Dios a los aborígenes dominados, y por lo tanto “prójimos”, solían darse después de las matanzas y los despojos. El poeta Octavio Armand nos ofrece un ejemplo botánico que ilustra esta historia: “El bastón del emperador y el indio desnudo todavía resumen la conquista y la colonización de América”.
La Corona se ungió y se sirvió sin pudor del primer mandamiento y, con una sola religión, un solo idioma y unas mismas leyes para hacer ciudades y pueblos, logró la increíble hazaña de colonizar una inmensidad que iba desde California hasta la Tierra del Fuego.
Este cruento bautizo será determinante. El amor a “Tu Señor”, un Dios que determina lo que sientes y cómo piensas, originó una dependencia vertical que siempre estará acechando contra los acuerdos y la convivencia que se establecen en una democracia. Cada vez que se pierde la capacidad de entendimiento entre los ciudadanos, se acude una vez más a la imagen de un salvador, o a un ángel vengador, o a un profeta portador de nuevas leyes, o a alguien que una las tres figuras e imponga una teocracia capaz de quitarnos el peso de amarnos los unos a los otros como miembros de una misma nación, para entonces dejar en manos del líder religioso y político la facultad de establecer quién es prójimo y quién no.
Me he atrevido a dar estas piruetas históricas para tratar de llegar pronto al presente, pues estamos viviendo una bolivariana exaltación del primer mandamiento capaz de espantar no solo a un Dios que fuera amante de las adulaciones y las relamidas, sino hasta al mismo Bolívar.
Simón Bolívar ya no puede saber lo que pensamos de él, o lo que decidimos hacer con su imagen o sus huesos, pero nosotros sí podemos acercarnos a lo que él pensaba. Si pudiera ver el estado de dependencia, estancamiento y aislamiento en que estamos sumidos, y como continúa celebrándose semejante engendro bajo el respaldo de su nombre, se llevaría las manos a los oídos y voltearía la cabeza como una vez lo hizo su caballo. En esa caja de resonancia llamada Mausoleo debe retumbar la manera en que el mundo nos exhibe con desprecio, como el ejemplo perfecto para un decálogo de disparates, estupidez y corrupción. Imagino a Bolívar observando la frontera con Colombia que soñó con borrar, hoy convertida en un abismo entre dos mundos.
Nuestra teocracia es cada vez más patética con su séquito de guisadores, bachaqueros, mafiosos, pranes, burócratas y enchufados varios. Se habla con descaro del comandante inmortal y divinizado, y de su hijo, un presidente con una evanescente aura religiosa que se va meteorizando aceleradamente en el basamento militar que lo soporta, mientras hasta sus propios sobrinos lo detestan, por haberlos hecho suponer que bajo su custodia serían intocables.
Los jueces, como en un coro de Esquilo, son los cantores de la tragedia, los que le dan su trasfondo ciego e inmutable. Actúan como los sacerdotes del templo, celosos de los dogmas y guardianes de sus propios secretos. Su entrega es impecable y admirable su sumisión. No hay entre ellos un solo protestante, nadie que dude, que titubee, que disienta, pues temen ser tratados como herejes. Bajo sus togas negras, llevan la patria al altar del sacrificio con la fidelidad de los mastines. Son funcionario grises, disciplinados y eficaces, que encarnan con orgullosa santidad la “banalidad del mal”.
No nos ayudará mucho encomendarnos a Dios y obstinarlo con nuestros problemas. Cuando uno de los hombres más obstinadamente poderosos del régimen tiene como lema de su escudo: “Con el mazo dando”, nos está invitando a caer en la trampa de “A Dios rogando”.
Debemos concentrarnos en el segundo mandamiento. Al prójimo es al que debemos entregarle nuestros corazón, alma y entendimiento, y así acabar con esa idea tan paralizante y cismática de que nos gobierna un hijo de Dios.
No puedo asegurar que algo o alguien más allá del espacio y el tiempo nos verá con el cariño que le dedicamos a las plantas o los animales, pero sí creo que podemos ser una mejor Venezuela.
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