Las heridas, sociales por lo pronto, cuando se originan y no terminan de curarse, si acaso se intentan subsanar con una propina, con el desfile rimbombante y colorido de una fecha patria, en unas lágrimas regadas al pié de una tumba maquillada en perfumado epitafio, en un perdón hipócrita y por lo tanto humillante, en la fanfarria de la reconciliación, el falso olvido, un edicto pomposo decretando la paz, una plaza y sus palomas tétricas, un héroe que flota en su aburrimiento de incienso, un cheque a cambio de un montón de silencios, total en una deuda de rencores diferidos y culpas impunes que coincide en una carga de lastres impagables, crecientes, vitalicios, históricos, que tendrán que afrontar otros sin suerte asegurada, más adelante, en el tiempo de siempre que se repite inexorablemente.
Casi todas esas deudas heridas cometidas, tuvieron razón y corazón de ser en una invasión, en una guerra, en la guillotina u otras ruinas públicas como quemar viva a la gente colgándola de hereje, en una injusticia o muchas que no por singulares pesan menos; en el racismo, un campo de concentración, un fusilamiento, un secuestro y sus desapariciones, los expulsados por la raíz que sea y que buscan asilo como y donde se pueda; unos presos políticos u otras injusticias parecidas que dan su cachetada de menosprecio por lo humano; un mal gobierno, una torpeza, un desdén, un desplante, y faltarían tanto que agregar que da vértigo.
En la lista de los más populares a quienes se les achaca la culpa de estas catástrofes destacan ciertos conquistadores, un tropita que adquiere esplendor, fama y poder por sus pericias y maldades, un loco con un arma o micrófono y audiencia colectiva, un truhán que quiere darse un antojo con el apoyo de los electores, demócrata lo apodan, un tirano que por todas las del medio y de la ley de su crueldad desenfadada, encaramado a un dios, destripa, degolla, empala o apedrea, en público y universal, a los que marca de infieles y se ríe sin dientes y sin rostro frente a todos, de todos, sin distinción de edad, raza, sexo o religión. La lista sería larga y más pesada aún; mejor no intentar completarla para no ser ejecutado sumariamente por los que de ella se excluyen en mi inocencia miope.
En fin, que es humillante, lamentable y además de escabroso, que la humanidad esté acorralada por estos designios destructivos, bárbaros e impunes, acolitados por la indecisión que demuestran los que viven y dependen de la volátil popularidad de los votantes, los jefes de gobierno y de Estado por ejemplo, la comunidad internacional que dice estarlo aunque no lo parezca, que deberían erigirse unidos al frente de la defensa de los valores de la humanidad hoy en vilo, sin entrar en detalles exquisitos y debates paupérrimos, porque el común denominador a fin de cuenta es sencillo y frugal, mientras que los peligros y sus consecuencias dejaron de ser inimaginables para acercarse ya al horizonte escaso de nuestras tan inmediatas y sensibles narices.
Porque es que el ensoberbecido mal anda suelto y de su cuenta, y se le ven los tentáculos a cada instante, mientras que el bien nunca se halla, jamás se sabe, se implora, se exige, se le reza, pero se vacila frente a él al verlo en un mundo plagado de tanta desconfianza que hasta él duda de sí y se resbala y cae.
Son todas esas sombras persistentes las que nos resumen la vida de hoy a sus escombros evidentes; datos que las estadísticas borran en sus números; la vida de uno en suma de tantas restas y que son más que infames, mostrándose desparpajadas a la luz de los medios de comunicación y redes sociales que no saben qué hacer y multiplican, mientras el mundo se desliza redundante sobre las burbujas de su pomposa vacuidad, “en exclusiva”, mientras los gorgojos trabajan sin descanso.
En paralelo, en ese camino persistente de derrotas y agravios, se nos ofrecen lecciones de bondad, justicia y autoayuda que basan su argumento en la idea de que no hay otra manera de olvidar una pena, vivir el luto, encubrir la derrota, abreviar el hartazgo que esas penurias dejan, que con el nuevo engaño de aceptar al enemigo, perdonarlo, cercenar la memoria, confesarnos, proponer la otra mejilla o tal vez en contrario exaltando el error lucrativo de un ensañamiento contra un sustituto construido, un muñeco de trapo, con el cual distraer atenciones, un bulto cercano o a lo lejos o todos a la vez que ayuden a drenar la plana intensa de nuestros desencantos. Mecanismos de defensa del yo los llamó y enumeró en detalle Anna Freud la hija del otro. ¿Será que no hay salida? ¿Allí radicará el territorio necesario de la política, hoy ineludible como nunca antes?
La humanidad anda atrapada en esos laberintos insondables, buscando nuevos espacios en los confines de su alma por si acaso no encuentra otra galaxia. Primates filosóficos, de rama en rama, pensando, huyendo, persistiendo, buscando.
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