Trato de visualizar y entender el comportamiento de Nicolás Maduro como gobernante –que a diario enciende fósforos sobre un mar de gasolina– e intuitivamente concluyo que es un apátrida activo; pues pasivo es todo aquel a quien su Estado o varios Estados le niegan tener nacionalidad. Y Maduro, en verdad, carece de alguna porque la oculta. O no se muestra dispuesto a aclararla. Los suyos, Tibisay Lucena, Elias Jaua, el gobernador tachirense, al defenderlo, confunden la cuestión aún más.
Venezuela ha tenido presidentes buenos, malos y regulares. Todos a uno con raíces –léase con patria– muy definidas.
A Bolívar le nutre la savia caraqueña y a Páez Herrera la de Curpa, anterior Barinas, ahora Portuguesa. Los Monagas proceden de Maturín, y los Guzmán son caraqueños, como el Libertador.
Castro, el nuestro, es de Capacho, y Gómez, su compadre, viene del polvo de La Mulera y se hace polvo en Maracay, su patria central. López Contreras y Medina Angarita, su sucesor, proceden como sus predecesores, del Táchira, uno de Queniquea y el otro de San Cristóbal. Y los Rómulos, los causahabientes, uno es caraqueño, Gallegos, y el otro, Betancourt, de Guatire e hijo directo de un canario. Y del “gordito” del Táchira, todos saben de dónde viene y qué pasta lo construye, pues Marcos Evangelista Pérez Jiménez, es oriundo de Michelena.
Leoni es guayanés, de El Manteco; Caldera, hijo de San Felipe El Fuerte; Pérez, de Rubio, si bien admite leer los diarios colombianos y tener parientes allí; pues no hay carreteras que miren hacia Venezuela hasta que el propio Gómez construye la transandina.
Lusinchi nace en Clarines. Herrera es de Portuguesa –Acarigua– como su pariente Páez. Y don Ramón J. Velásquez, quien conoce mejor que nadie esta historia, ve la luz en San Juan de Colón. Es el último respiro de los andinos en la Casa de Misia Jacinta, hasta cuando, luego de Caldera, la ocupa el último hombre a caballo, el causante, Chávez Frías; cuyo sueño no realizado es morir en Sabaneta, en su Barinas, hasta que una febril locura le hace escoger como tumba la tierra que gobiernan –Cuba– quienes bañan de sangre y violan la nuestra, los Castro gallegos.
Buenos y malos presidentes hemos tenido. Acaso se van a la tumba con sus equivocaciones, pero sin el pecado de maltratar y hasta patear, de mala fe y con saña, a la madre que les da la vida, Venezuela.
Maduro Moros es la incógnita.
De su progenitora, doña Teresa de Jesús, como de su tío José María, se sabe que integran la familia Moros Acevedo de la parroquia San Antonio de Padua, Cúcuta, Norte de Santander. Sus partidas de bautismo, transcritas a mano, no son un secreto a voces u oculto. En buena hora, los mormones, los de la Iglesia de los Santos de los Últimos Días, registran y conservan en microfilmes los protocolos de todo ser humano con pie en este planeta.
El asunto es que Nicolás tiene desencuentros con sus raíces. Maltrata a los paisanos, al punto de hacerlos víctimas de migración masiva e imponerles una suerte de cordón sanitario a su alrededor.
El caso es que así como prosterna su condición colombiana tampoco sostiene y menos aclara, como ocultando algo que le resulta desdoroso, ser hijo de la tierra que ya no manda y desgobierna.
De su padre, Nicolás Maduro García, se dice que viene de Falcón y su hijo tampoco despeja el entreverado: ¿es de Coro, de Sabana Alta o de Cumarebo? ¿O de los Maduro curazoleños?
Al igual que Dios, según parece, Nicolás prefiere tener el don de la ubicuidad. Nace en El Valle, en la Candelaria, en Los Chaguaramos, y también en El Palotal, aledaño a San Antonio, ciudad vecina de Cúcuta. Es de todas partes y de ninguna. Así como veja a los neogranadinos, a nosotros, hermanos de estos, nos mantiene en la hambruna. Se venga en el cuerpo de la nación con rabia recóndita, que no logra comprenderse.
Las raíces son centrales en la vida y devenir de todo ser humano. No por azar papa Francisco, al hablar de la reconstrucción de la nación como desafío, refiere, como central y primer elemento, la “memoria” de las raíces. Ellas son la que otorgan identidad e impiden vivir del préstamo, de crecer a costillas de los otros. Bolívar lo sabe, a pie juntillas. Apenas pone pie en la vecina Cartagena de Indias en 1812 –en la patria de los ascendientes del presidente Maduro– precisa lo insoslayable para amortiguar el desarraigo del exilio: “Yo soy, granadinos, un hijo de la infeliz Caracas”.
Vale preguntar y tienen derecho los venezolanos de preguntarle a Nicolás, entonces, lo mismo que Jesús a Saulo en el camino de Damasco: ¿Por qué me estás persiguiendo? O, mejor todavía, pueden decirle, como en el filme Hitch con Will Smith: Nicolás, no puedes saber adónde vas, si no sabes de dónde vienes.
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