Este próximo jueves los británicos responderán el referendo que los interroga sobre la conveniencia de la permanencia o no de su país en el mecanismo de integración europea que los acoge desde 1972. Tanto si la respuesta beneficia la permanencia como si la población favorece la separación, el resultado afectará a la Unión, porque lo que se ha estado poniendo de relieve con esta consulta es que los votantes se van a expresar sobre un fenómeno que va bastante más lejos que las ventajas o desventajas de la integración. La gente se va a pronunciar, en un par de días, con la carta del nacionalismo en la mano, una inquietud que sobrepasa el Canal de la Mancha y que encuentra medios de expresión en casi todos los países reunidos en la Unión.
Hay tantos argumentos a favor del euroentusiasmo como del euroescepticismo. La profundidad de los análisis que se han hecho en los días que corren llama a una reflexión seria sobre las bondades económicas de una integración que reúne países muy poderosos en un esfuerzo conjunto. Pero lo económico no es lo único. Hay quienes afirman que este siempre ha sido un matrimonio sin amor. La realidad es que ninguna de las críticas ha sido suficientemente convincente como para que la solución sea la retirada. Todo en el mundo es perfectible y Europa Unida no es la excepción.
La salida aparece, pues, como un paso regresivo en el que todos, hasta los mismos ingleses, se interrogan sobre las ventajas materiales que los separatistas proclaman querer alcanzar. Si a lo que aspiran es a un mayor acercamiento con los Estados Unidos, sería bueno que los británicos se paseen por el incontestable hecho de que debilitar al primer socio de los americanos a escala global – la Unión Europea– no los convierte en héroes, sino todo lo contrario. Los primeros en desear relacionarse con potencias de talla equivalente son los propios americanos. Por otro lado dejar a los medianos de Europa a merced del binomio franco- alemán no redituará beneficios a nadie. Sin hablar del hecho de que ganar en términos de nacionalismo, lo que dejaría bien parado al ego insular, no los compensará de la pérdida de la estrecha interrelación con las economías de los otros 27 y de la renuncia a las bondades de las preferencias existentes entre ellos.
Pensemos solo por un instante que el conjunto formado por el resto de los países de la Unión es el primer socio comercial de Gran Bretaña, muy por encima de la dinámica de intercambios que hoy existe con la potencia de más allá del Atlántico.
Así las cosas, seguimos sin encontrarle sentido a la gesta separatista que alcanzaba hasta hace horas casi a un 50% de la población, ala excesiva dosis de orgullo nacionalista además del carácter impráctico del colectivo inglés quien, hasta donde es posible anticipar, votará a favor del “ not to stay”.
De todas, todas, se equivocan porque la Unión Europea nunca ha sido, ni será- aunque cacareen que esa es su aspiración última- una unión política, lo que, a fin de cuentas ,es a lo que realmente le temen los británicos. El tema se les ha ido de las manos a los ultra-nacionalistas y las consecuencias las van a recoger varias generaciones.
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