Rafael Rojas
Con la convocatoria a una reunión del Consejo Permanente de la Organización de los Estados Americanos (OEA) para analizar el caso de Venezuela, la política interamericana regresa a uno de sus conflictos familiares en el siglo XX: la contradicción permanente entre los mecanismos diplomáticos de preservación de la democracia, que se han dado los propios gobiernos de la región, y el manejo autoritario de sus asuntos domésticos por parte de uno de los estados miembros de la comunidad hemisférica.
Cuando en 2001 los gobiernos latinoamericanos redactaron y aprobaron la Carta Democrática de la OEA, la política regional había rebasado las premisas de la Guerra Fría. El documento no buscaba mantener los mismos criterios que llevaron a la expulsión de Cuba de ese organismo, tras la adopción de un régimen socialista en la Isla, aliado del bloque soviético. A lo sumo, los miembros de la OEA recomendaban una suspensión de gobiernos, en caso de ruptura del orden constitucional, que los privaba de los beneficios estrictamente diplomáticos que poseían los firmantes del pacto interamericano.
Los gobiernos de la Alianza Bolivariana, impulsada por Hugo Chávez, han tenido siempre una relación ambivalente con la OEA. Más de una vez han llamado a “enterrarla”, pero con frecuencia la han utilizado para hacer avanzar sus posiciones geopolíticas en el área o para dirimir conflictos bilaterales en su favor. Recordemos, tan sólo, que al producirse el golpe de Estado contra Manuel Zelaya en Honduras, fueron los gobiernos bolivarianos los que primero invocaron la Carta Democrática de 2001.
Lo que está sucediendo en Venezuela no es, todavía, un golpe de Estado. De hecho, difícilmente puede catalogarse la prolongada y costosa crisis que se vive en ese país suramericano como una interrupción del ciclo constitucional. Pero dentro de las atribuciones de Almagro o cualquier estado miembro está convocar a una reunión del Consejo Permanente para debatir alguna situación irregular y decidir si se procede a aplicar la Carta Democrática.
Quienes dan por hecho que Almagro ya está aplicando las sanciones que prevé la Carta Democrática se están adelantando a los acontecimientos con el fin de descalificar, una vez más, a la OEA y a su secretario general. Hoy Nicolás Maduro dice groserías contra la misma Carta Democrática que firmó solícito su adorado Hugo Chávez, pero en unas semanas lo veremos cabildear en el organismo para evitar que se vote una resolución en su contra. Como tantas veces en el pasado reciente, la geopolítica puede dominar las reacciones y desplazar a la diplomacia.
Si el gobierno de Maduro reacciona atacando, como recomienda el manual fidelista, y procesa o arresta a los líderes de la Asamblea Nacional, o disuelve el poder legislativo, como ha amenazado, entonces la situación venezolana sí alcanzará el rango de autogolpe de Estado y ruptura del orden constitucional. La convocatoria a la reunión del Consejo Permanente de la OEA acabaría siendo justificada por la deriva tiránica del propio gobierno venezolano.
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