por Alfredo Sánchez / El Diario de Caracas
Desafiando mis propias expectativas catastróficas, pero también ignorando los prejuicios de la gente, me dispuse finalmente a ver la película de Luis Alberto Lamata, protagonizada por Roque Valero, tan alabada por Nicolás Maduro. Pero a pesar de mis argumentos, me fue imposible encontrar compañía para mi aventura cinematográfica: y tuve que entrar solo a la función del martes 3 de septiembre a las 6:30 de la tarde en el Cine Paseo. Aparte de mí, habían apenas 12 almas más en la sala, un número verdaderamente desolador considerando la publicidad de esta producción, y un verdadero exabrupto comparado con el número de espectadores que generosamente recibía la proyección de al lado: un film francés no muy conocido que reunía, a esa misma hora, a casi 40 personas.
“Algo muy malo tiene que estar pasando para que esta película nacional sobre el Padre de la Patria logre a duras penas convocar a una docena de compatriotas”, me dije, en una especie de confirmación inicial de la profecía autocumplida a la que voluntariamente me había sometido.
Pero para darme ánimo, y para ahuyentar a su vez los fantasmas de los profetas del desastre, que de verdad existen, atribuí lo de la sala vacía al apagón eléctrico del día, y también a los prejuicios, a la polarización política, y deseché pues la idea de que se debiese al infortunado promotor que -desde el primer día- le salió “espontáneamente” a la película. Tendrían que ser esas las causas y no otras, pensé, y me sentí afortunado de estar en la confortable sala del Trasnocho Cultural y no en los predios de los oligárquicos saboteadores de la derecha imperialista y majunche del Circuito Radonski y sus apátridas Cines Unidos. Pero supuse que ni siquiera el mal augurio de un “boca a boca” iniciado por el propio Nicolás Maduro, era razón suficiente para detener la afluencia del público a una película que, como Bolívar mismo, el Hombre de las Dificultades, habría de ser “Bigger than Life”. Pero no fue así.
Lo primero que noté en la propuesta de Lamata era algo de lo cual ya me había percatado en sus declaraciones a los medios: esa fulana pretensión de “querer humanizar al héroe”, de quererlo “menos marmóreo”, “menos broncíneo”, algo que ya Augusto Mijares, a propósito de las biografías, había denunciado en el prólogo de su biografía de Bolívar como el producto de “una pedantería insufrible”.
No quiero decir con esto que esperaba de Lamata un trato reverencial hacia Bolívar, al punto de sacralizar aquello que bajo ningún respecto debe poseer un carácter sagrado o religioso. No. “Más de acuerdo con la realidad sería, por el contrario, insistir en que sus extravíos y desfallecimientos pueden justificarse por las mismas razones que nos explican los de los otros hombres, y sin que por ellos el personaje mismo descienda de su categoría excepcional”, nos dice Mijares en su obra sobre El Libertador.
Tampoco espera uno que el consenso sea total en torno a lo que es la visión del Padre de la Patria de los guionistas y del director: Bolívar, al fin y al cabo, es y será siempre un personaje polémico, cuya representación implicará y supondrá dificultades épicas, tal vez insalvables para cualquier realizador.
Y he aquí que esta es precisamente la razón de la principal crítica a esta película, la cual se centra indefectiblemente en la dificultad de encarnar este rol, el de un hombre de proporciones igualmente épicas, para el cual Roque Valero no tenía (ni tiene tampoco ahora después de ver esta película), ninguna credencial artística. Aún así, me sobrepuse a estas objeciones comunes esperando encontrar al menos una escena que hiciera honor al personaje. Pero fue en vano.
La figura de Bolívar, al contrario, fue descendiendo en la interpretación de Valero al punto de convertirse en un pigmeo de dimensiones deplorables hacia el final de la película.
Para hablar de las escasas habilidades histriónicas del protagonista, bastaría con afirmar que su manejo de la espada y de las armas resulta tan lamentable como su verbo: un Bolívar gritón, sin genio, sin fuerza, sin relieve, sin matices, tan gris y predecible como el guión mismo: superficial y sin ninguna profundidad psicológica.
Igual de plano resulta el resto de los personajes, en especial María Antonia. Ni una actriz como Beatriz Valdés pudo sacarle algo a ese compendio de tópicos racistas en el cual convirtieron a la hermana de Bolívar. Ni hablar del diálogo expositivo que predomina en esta escena, donde los personajes solo brindan información al público y donde no hay ninguna clase de subtexto.
Al único actor al que se le puede creer una palabra en toda la película es a Miguel Ferrari, quien en el papel de El Pacificador Pablo Morillo sobresale por su fuerza. Lástima que no haya tenido una mayor participación, ya que, en manos de Jorge Reyes, el film termina de hundirse sin una figura antagónica creíble.
La responsabilidad de todo esto no puede ser de más nadie que del propio director, que fue quien decidió aceptar esta propuesta que de por sí ya traía demasiado alto el listón: hubiera preferido unos logros más modestos, a nivel actoral y de guión, antes que estos caricaturescos combates cuerpo a cuerpo donde todos parecen tenerle grima y terror a las espadas.
Los medios audiovisuales utilizados para narrar están más alineados con la estética de las telenovelas que con el lenguaje cinematográfico. La música como comentario a las imágenes resulta un recurso barato. Una cámara en mano que en vez de agregar, resta a la narración, luce injustificable en la era del steady-cam.
Otros fallos actorales como el fingimiento de los acentos (un británico que habla como gringo y una Jeanne Bourvil que arrastra las erres imitando de forma paupérrima la pronunciación del francés), arruinan un esfuerzo colectivo que merecía un mejor término que no fuera el de su propia parodia. Pero es que la película es así, como Maduro es al país: una especie de caricatura, de remedo de la historia, un sainete triste y melancólico. Si estos hombres que representan a nuestros Libertadores hubieran tenido en sus manos el destino de la Patria, hoy estaríamos en manos no de Raúl Castro, sino de Winston Vallenilla. Afortunamente, tenemos patria soberana. Una potencia mundial floreciente que nos legó el Comandante Eterno. Así al menos es como nos lo quiere vender esta delirante narrativa épica que es el chavismo, que insiste con sus mitos de medio pelo batallando contra los gigantes molinos de viento que habitan su imaginación calenturienta. Y todavía hay muchos (demasiados) que se lo creen.
* enlace: http://diariodecaracas.com/gente/ni-bolivar-ni-el-hombre-ni-dificultades
“Algo muy malo tiene que estar pasando para que esta película nacional sobre el Padre de la Patria logre a duras penas convocar a una docena de compatriotas”, me dije, en una especie de confirmación inicial de la profecía autocumplida a la que voluntariamente me había sometido.
Pero para darme ánimo, y para ahuyentar a su vez los fantasmas de los profetas del desastre, que de verdad existen, atribuí lo de la sala vacía al apagón eléctrico del día, y también a los prejuicios, a la polarización política, y deseché pues la idea de que se debiese al infortunado promotor que -desde el primer día- le salió “espontáneamente” a la película. Tendrían que ser esas las causas y no otras, pensé, y me sentí afortunado de estar en la confortable sala del Trasnocho Cultural y no en los predios de los oligárquicos saboteadores de la derecha imperialista y majunche del Circuito Radonski y sus apátridas Cines Unidos. Pero supuse que ni siquiera el mal augurio de un “boca a boca” iniciado por el propio Nicolás Maduro, era razón suficiente para detener la afluencia del público a una película que, como Bolívar mismo, el Hombre de las Dificultades, habría de ser “Bigger than Life”. Pero no fue así.
Lo primero que noté en la propuesta de Lamata era algo de lo cual ya me había percatado en sus declaraciones a los medios: esa fulana pretensión de “querer humanizar al héroe”, de quererlo “menos marmóreo”, “menos broncíneo”, algo que ya Augusto Mijares, a propósito de las biografías, había denunciado en el prólogo de su biografía de Bolívar como el producto de “una pedantería insufrible”.
No quiero decir con esto que esperaba de Lamata un trato reverencial hacia Bolívar, al punto de sacralizar aquello que bajo ningún respecto debe poseer un carácter sagrado o religioso. No. “Más de acuerdo con la realidad sería, por el contrario, insistir en que sus extravíos y desfallecimientos pueden justificarse por las mismas razones que nos explican los de los otros hombres, y sin que por ellos el personaje mismo descienda de su categoría excepcional”, nos dice Mijares en su obra sobre El Libertador.
Tampoco espera uno que el consenso sea total en torno a lo que es la visión del Padre de la Patria de los guionistas y del director: Bolívar, al fin y al cabo, es y será siempre un personaje polémico, cuya representación implicará y supondrá dificultades épicas, tal vez insalvables para cualquier realizador.
Y he aquí que esta es precisamente la razón de la principal crítica a esta película, la cual se centra indefectiblemente en la dificultad de encarnar este rol, el de un hombre de proporciones igualmente épicas, para el cual Roque Valero no tenía (ni tiene tampoco ahora después de ver esta película), ninguna credencial artística. Aún así, me sobrepuse a estas objeciones comunes esperando encontrar al menos una escena que hiciera honor al personaje. Pero fue en vano.
La figura de Bolívar, al contrario, fue descendiendo en la interpretación de Valero al punto de convertirse en un pigmeo de dimensiones deplorables hacia el final de la película.
Para hablar de las escasas habilidades histriónicas del protagonista, bastaría con afirmar que su manejo de la espada y de las armas resulta tan lamentable como su verbo: un Bolívar gritón, sin genio, sin fuerza, sin relieve, sin matices, tan gris y predecible como el guión mismo: superficial y sin ninguna profundidad psicológica.
Igual de plano resulta el resto de los personajes, en especial María Antonia. Ni una actriz como Beatriz Valdés pudo sacarle algo a ese compendio de tópicos racistas en el cual convirtieron a la hermana de Bolívar. Ni hablar del diálogo expositivo que predomina en esta escena, donde los personajes solo brindan información al público y donde no hay ninguna clase de subtexto.
Al único actor al que se le puede creer una palabra en toda la película es a Miguel Ferrari, quien en el papel de El Pacificador Pablo Morillo sobresale por su fuerza. Lástima que no haya tenido una mayor participación, ya que, en manos de Jorge Reyes, el film termina de hundirse sin una figura antagónica creíble.
La responsabilidad de todo esto no puede ser de más nadie que del propio director, que fue quien decidió aceptar esta propuesta que de por sí ya traía demasiado alto el listón: hubiera preferido unos logros más modestos, a nivel actoral y de guión, antes que estos caricaturescos combates cuerpo a cuerpo donde todos parecen tenerle grima y terror a las espadas.
Los medios audiovisuales utilizados para narrar están más alineados con la estética de las telenovelas que con el lenguaje cinematográfico. La música como comentario a las imágenes resulta un recurso barato. Una cámara en mano que en vez de agregar, resta a la narración, luce injustificable en la era del steady-cam.
Otros fallos actorales como el fingimiento de los acentos (un británico que habla como gringo y una Jeanne Bourvil que arrastra las erres imitando de forma paupérrima la pronunciación del francés), arruinan un esfuerzo colectivo que merecía un mejor término que no fuera el de su propia parodia. Pero es que la película es así, como Maduro es al país: una especie de caricatura, de remedo de la historia, un sainete triste y melancólico. Si estos hombres que representan a nuestros Libertadores hubieran tenido en sus manos el destino de la Patria, hoy estaríamos en manos no de Raúl Castro, sino de Winston Vallenilla. Afortunamente, tenemos patria soberana. Una potencia mundial floreciente que nos legó el Comandante Eterno. Así al menos es como nos lo quiere vender esta delirante narrativa épica que es el chavismo, que insiste con sus mitos de medio pelo batallando contra los gigantes molinos de viento que habitan su imaginación calenturienta. Y todavía hay muchos (demasiados) que se lo creen.
* enlace: http://diariodecaracas.com/gente/ni-bolivar-ni-el-hombre-ni-dificultades
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