ANGEL OROPEZA| EL UNIVERSAL
miércoles 4 de septiembre de 2013 12:00 AM
Si uno hace el esfuerzo de tomarlo en serio –porque la primera reacción lógica, que además ha sido la de la mayoría del país, es de burla ante una manipulación cubanoide tan chimba como predecible-, el cuento del magnicidio esconde algunas utilidades muy rentables, que explican su recurrencia cada vez que un régimen autoritario enfrenta una crisis.
En primer lugar, todo fascista que se respete necesita decir que lo quieren matar. La paranoia magnicida era muy frecuente en personajes como Pinochet, Hitler, Mussolini o Rios Montt. Por supuesto, Castro y Chávez lo explotaron hasta el cansancio. La obsesión por el complot en contra y la recurrencia a las conspiraciones y conjuras, la mayoría de las veces irreales o fantasiosas, ha sido desde siempre un rasgo característico de los políticos fascistas. Es casi un inevitable reflejo condicionado de toda psiquis fascistoide. Pero, ¿y esto por qué? Básicamente por 4 razones de utilidad política.
En primer lugar, para intentar distraer convenientemente la atención sobre otros problemas, y mover el foco de interés público hacia la supuesta víctima. De esta manera, se busca que el país gire en torno a la agenda política de los poderosos, y descuide la discusión sobre los problemas que realmente le afectan. No es casualidad que la última historieta magnicida aparezca justo en la misma semana cuando detona la crisis de los hospitales, la inflación estalla en la cara de los padres que intentan hacerse con la compra de útiles escolares, el dólar real vuelve a dispararse, se publica cómo la escasez de productos básicos se monta otra vez por encima del 20%, se anuncia que pasan de 400 los ingresos a la morgue de Bello Monte y se multiplican las protestas populares en contra de la indolencia e incompetencia del gobierno. Frente a este aluvión, la política circense -con sus payasos y maromeros demandando atención- viene en auxilio, esperando que los faros del circo apunten hacia ellos, y dejen de iluminar lo que no se quiere que se siga viendo.
La segunda utilidad de la jácara magnicida es gasificar la responsabilidad del gobernante, y exculparlo de su mediocre desempeño, porque, ¿quién va a tener cabeza para gobernar si tiene que estar pendiente de que andan buscándolo para matarle? Y en esta misma tónica, un tercer beneficio es permitirle al "amenazado" gobernante lanzar acciones de "legítima defensa" –tales como persecución a opositores, adopción de poderes especiales, cierre de espacios de libertad, cercenamiento a la expresión de pensamiento, aumento de la represión, etc.-, que en situaciones normales serían todavía más difíciles de justificar.
Pero, adicional a las anteriores, una última utilidad de las conspiraciones magnicidas –y ésta ya desde el punto de vista psicológico- es que sirve para enaltecer la autoimportancia del líder y ayudar en el mercadeo de su imagen pública. Le quieren matar porque es demasiado grande e imprescindible, de otra forma no se justificaría. Pero además –continúa la autoalabanza tanatológica- si ello ocurre, Venezuela iría inevitablemente a una guerra, la historia se partiría en dos, los venezolanos se enfrentarían entre sí hasta acabarse y con ello el país llegaría a su término, porque sin el líder, Venezuela carecería de sentido. De este modo, la recurrencia a los complots magnicidas es un mecanismo patológico de elevación de la autoimportancia y de reforzamiento cultual de la imagen por vía de explotación necrofílica.
Chávez era en esto un experto. Sin embargo, cuando él lo hacía, no había magnicidios para más nadie, porque –a sus ojos- nadie era tan grande como él. Pero en esta pelea a cuchillo oculto que constituye el poschavismo –al punto que hay que hablar de "dirección colectiva de la revolución" para que nadie se moleste- Maduro solo no puede ser el importante, el único tan grande que busquen para eliminarlo y con ello acabar con el país. Eso resulta inaceptable para el otro jefe del Gobierno, que reclama ser tan grande como Nicolás y en nada menos que él. Mucho menos en ilusoria trascendencia patria. Por eso, los asesores cubanos del oficialismo han hecho en estos días un nuevo aporte a la anecdótica política universal, porque cualquier magnicidio que entre nosotros merezca ese nombre tiene que considerar ahora -por respeto- a los dos jefes, no vaya a ser que el otro piense que es menos importante.
Ya basta. La noticia que realmente importa, es que con una tasa de 73 asesinatos por cada 100 mil habitantes, Venezuela no solo es ya el segundo país más violento del mundo, sino que, a contracorriente de sus vecinos, es el único de la región que mantiene un aumento sostenido, "a paso de vencedores", en muertes violentas. Eso es lo que debería importarnos, y no que alguien use la muerte como fetiche politiquero para segundas intenciones. Hay que decirles a los asesores cubanos que ya esa estrategia no funciona.
En primer lugar, todo fascista que se respete necesita decir que lo quieren matar. La paranoia magnicida era muy frecuente en personajes como Pinochet, Hitler, Mussolini o Rios Montt. Por supuesto, Castro y Chávez lo explotaron hasta el cansancio. La obsesión por el complot en contra y la recurrencia a las conspiraciones y conjuras, la mayoría de las veces irreales o fantasiosas, ha sido desde siempre un rasgo característico de los políticos fascistas. Es casi un inevitable reflejo condicionado de toda psiquis fascistoide. Pero, ¿y esto por qué? Básicamente por 4 razones de utilidad política.
En primer lugar, para intentar distraer convenientemente la atención sobre otros problemas, y mover el foco de interés público hacia la supuesta víctima. De esta manera, se busca que el país gire en torno a la agenda política de los poderosos, y descuide la discusión sobre los problemas que realmente le afectan. No es casualidad que la última historieta magnicida aparezca justo en la misma semana cuando detona la crisis de los hospitales, la inflación estalla en la cara de los padres que intentan hacerse con la compra de útiles escolares, el dólar real vuelve a dispararse, se publica cómo la escasez de productos básicos se monta otra vez por encima del 20%, se anuncia que pasan de 400 los ingresos a la morgue de Bello Monte y se multiplican las protestas populares en contra de la indolencia e incompetencia del gobierno. Frente a este aluvión, la política circense -con sus payasos y maromeros demandando atención- viene en auxilio, esperando que los faros del circo apunten hacia ellos, y dejen de iluminar lo que no se quiere que se siga viendo.
La segunda utilidad de la jácara magnicida es gasificar la responsabilidad del gobernante, y exculparlo de su mediocre desempeño, porque, ¿quién va a tener cabeza para gobernar si tiene que estar pendiente de que andan buscándolo para matarle? Y en esta misma tónica, un tercer beneficio es permitirle al "amenazado" gobernante lanzar acciones de "legítima defensa" –tales como persecución a opositores, adopción de poderes especiales, cierre de espacios de libertad, cercenamiento a la expresión de pensamiento, aumento de la represión, etc.-, que en situaciones normales serían todavía más difíciles de justificar.
Pero, adicional a las anteriores, una última utilidad de las conspiraciones magnicidas –y ésta ya desde el punto de vista psicológico- es que sirve para enaltecer la autoimportancia del líder y ayudar en el mercadeo de su imagen pública. Le quieren matar porque es demasiado grande e imprescindible, de otra forma no se justificaría. Pero además –continúa la autoalabanza tanatológica- si ello ocurre, Venezuela iría inevitablemente a una guerra, la historia se partiría en dos, los venezolanos se enfrentarían entre sí hasta acabarse y con ello el país llegaría a su término, porque sin el líder, Venezuela carecería de sentido. De este modo, la recurrencia a los complots magnicidas es un mecanismo patológico de elevación de la autoimportancia y de reforzamiento cultual de la imagen por vía de explotación necrofílica.
Chávez era en esto un experto. Sin embargo, cuando él lo hacía, no había magnicidios para más nadie, porque –a sus ojos- nadie era tan grande como él. Pero en esta pelea a cuchillo oculto que constituye el poschavismo –al punto que hay que hablar de "dirección colectiva de la revolución" para que nadie se moleste- Maduro solo no puede ser el importante, el único tan grande que busquen para eliminarlo y con ello acabar con el país. Eso resulta inaceptable para el otro jefe del Gobierno, que reclama ser tan grande como Nicolás y en nada menos que él. Mucho menos en ilusoria trascendencia patria. Por eso, los asesores cubanos del oficialismo han hecho en estos días un nuevo aporte a la anecdótica política universal, porque cualquier magnicidio que entre nosotros merezca ese nombre tiene que considerar ahora -por respeto- a los dos jefes, no vaya a ser que el otro piense que es menos importante.
Ya basta. La noticia que realmente importa, es que con una tasa de 73 asesinatos por cada 100 mil habitantes, Venezuela no solo es ya el segundo país más violento del mundo, sino que, a contracorriente de sus vecinos, es el único de la región que mantiene un aumento sostenido, "a paso de vencedores", en muertes violentas. Eso es lo que debería importarnos, y no que alguien use la muerte como fetiche politiquero para segundas intenciones. Hay que decirles a los asesores cubanos que ya esa estrategia no funciona.
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