ROBERTO GIUSTI| EL UNIVERSAL
martes 3 de septiembre de 2013 12:00 AM
La huella que ha dejado Chávez, para desgracia del país, es profunda, aunque sólo en un sentido. A seis meses de su muerte sus sucesores se han dejado llevar por el efecto de la inercia y han tratado de actuar como si aún estuviera vivo, como si no hubieran perdido parte sustancial de su apoyo popular y él continuara ejerciendo su mandato desde el más allá. Era, posiblemente, lo único que podían hacer y por eso consignas como "Chávez vive, la lucha sigue", no sólo eran previsibles sino necesarias a la hora de la temida pregunta: "¿y ahora qué hacemos".
Pero no es cierto, porque si bien "la lucha sigue" y Chávez "vive" en el caos, la incertidumbre y la decadencia que han dejado sus catorce años en el poder, lo cierto es que realmente ya no está entre nosotros. Ha cesado, así, una omnipresencia que no sólo demandaba su ego desmedido sino un sistema hecho a su imagen y semejanza, a la medida de sus caprichos y de acuerdo con sus arrebatos, bien fueran de cólera, bien de euforia contagiante.
En otras palabras, Chávez bien hubiera podido decir y de hecho lo expresaba de mil formas, que "el sistema soy yo". Una contradicción que rebaja sus sueños de grandeza y de trascendencia secular hasta el nivel de una dictadura que amenaza con extinguirse al desaparecer la única razón que justificaba su existencia. Pero no es fácil, ni plácido el camino que conduce al fin de una manera de concebir el poder que, más allá de las disquisiciones doctrinarias y la tentación totalitaria, se afincó en la exacerbación de todas las taras que nos corresponden como buenos latinoamericanos.
El caudillismo de nuevo cuño, el paternalismo ramplón, el autoritarismo, el militarismo, el nepotismo, la impunidad, la corrupción, la violencia, el despilfarro, la creación de una burguesía parasitaria y la existencia de un Estado fisgón, que mientras más crece y más responsabilidades asume, mayor incapacidad demuestra, han sido constantes de un gobierno que ahora se dispone a sufrir las consecuencias de todos esos males.
Quizás la muerte salvó a Chávez de tener que enfrentar los efectos de su desatinada y melodramática gestión. Seguramente habría sacado a relucir sus mañas dilatorias, sus justificaciones, sus actos de prestidigitación, sus acusaciones, sus intentos de magnicidio y toda la quincalla verbal con que sus sucesores, privados de la gracia y las dotes histriónicas que lo distinguieron, han sacado de su previsible baúl de artimañas y triquiñuelas para disimular un desastre ya evidente. Pero al final, el fardo de pesados desatinos, que constituye su legado le habría estallado en las manos. De manera que en ese preciso y exacto punto terminan las diferencias y comienzan las semejanzas entre los gobiernos de Chávez y el del chavismo sin Chávez.
Pero no es cierto, porque si bien "la lucha sigue" y Chávez "vive" en el caos, la incertidumbre y la decadencia que han dejado sus catorce años en el poder, lo cierto es que realmente ya no está entre nosotros. Ha cesado, así, una omnipresencia que no sólo demandaba su ego desmedido sino un sistema hecho a su imagen y semejanza, a la medida de sus caprichos y de acuerdo con sus arrebatos, bien fueran de cólera, bien de euforia contagiante.
En otras palabras, Chávez bien hubiera podido decir y de hecho lo expresaba de mil formas, que "el sistema soy yo". Una contradicción que rebaja sus sueños de grandeza y de trascendencia secular hasta el nivel de una dictadura que amenaza con extinguirse al desaparecer la única razón que justificaba su existencia. Pero no es fácil, ni plácido el camino que conduce al fin de una manera de concebir el poder que, más allá de las disquisiciones doctrinarias y la tentación totalitaria, se afincó en la exacerbación de todas las taras que nos corresponden como buenos latinoamericanos.
El caudillismo de nuevo cuño, el paternalismo ramplón, el autoritarismo, el militarismo, el nepotismo, la impunidad, la corrupción, la violencia, el despilfarro, la creación de una burguesía parasitaria y la existencia de un Estado fisgón, que mientras más crece y más responsabilidades asume, mayor incapacidad demuestra, han sido constantes de un gobierno que ahora se dispone a sufrir las consecuencias de todos esos males.
Quizás la muerte salvó a Chávez de tener que enfrentar los efectos de su desatinada y melodramática gestión. Seguramente habría sacado a relucir sus mañas dilatorias, sus justificaciones, sus actos de prestidigitación, sus acusaciones, sus intentos de magnicidio y toda la quincalla verbal con que sus sucesores, privados de la gracia y las dotes histriónicas que lo distinguieron, han sacado de su previsible baúl de artimañas y triquiñuelas para disimular un desastre ya evidente. Pero al final, el fardo de pesados desatinos, que constituye su legado le habría estallado en las manos. De manera que en ese preciso y exacto punto terminan las diferencias y comienzan las semejanzas entre los gobiernos de Chávez y el del chavismo sin Chávez.
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