Tengo la impresión de que debajo del macadam sobre el que pisamos existe una todavía indescifrable acumulación de delitos de la más diversa y siniestra factura, producto de estos lustros chavistas, y que cada vez se insinúa más monstruosa. Confieso que se me escapa un diagnóstico medianamente realista de ese enrevesado sistema de desagües.
De lo que sí estoy seguro es que lo que hemos visto es solo una parte muy pequeña de lo que iremos viendo, más temprano que tarde, porque la descomposición del régimen estimula ese desvelamiento. Esta compulsión por ocultar es propia de todos los regímenes autoritarios. El secretismo gubernamental y el cercenamiento de la libertad de expresión son los instrumentos más efectivos de esta y, como sabemos, ellos abundan en nuestra hecatombe. Bastó que unos medios locales recogieran lo que decía abundante y calificada prensa internacional sobre el presidente de la Asamblea para que se produjera una degollina judicial sin precedentes en el área. O, apenas ayer, el fiscal que llevaba el caso de Leopoldo López, el más sonado de nuestra historia, dijo, y nada más noticioso, que había sido una farsa judicial, y los mayoritarios medios oficiales o serviles ni siquiera recogieron el sonoro acontecimiento. O, simplemente, no tenemos idea de cuál es la cifra oficial de inflación entre otras vitales para cualquier economía.
Pero con una frecuencia cada vez grande las cañerías explotan y salpican de aguas sucias el desolado paisaje, dejan entrever las insólitas dimensiones y la muy perversa naturaleza de lo que yace bajo tierra. Desde Giordani a los testigos protegidos, desde Makled a los ultrosos desencantados. Y son de tal cuantía, y provenientes de sujetos cuyas credenciales son su calificada y prolongada cercanía con el gobierno, que se podría aventurar que tendremos que enfrentar un fenómeno pocas veces visto aun en el planeta de los déspotas: por los ya los largos años en el poder, los fabulosos dones petroleros, la voracidad de los recién llegados al botín, el suprematismo ideológico y moral de la revolución que no solo garantizó la impunidad sino la diversificación de los delitos, los delirios de grandeza, la unión cívico-militar, el odio y el resentimiento inducidos, la prolongada fragilidad de la resistencia, el celestinaje interesado del vecindario geográfico y allende, etcétera.
Ningún escenario del futuro cambio político, esperemos que próximo, podrá prescindir de conocer la integridad de ese horripilante relato y la justicia que reclamará el sufrimiento del país martirizado. Por grande que sea nuestro deseo de paz y de reconciliación y debe serlo. Ciertamente, ello modulará esencialmente las soluciones que podamos diseñar para reorientar nuestro itinerario nacional. Imperativo ético que las hará más arduas, hay que decirlo.
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