Willy McKey
Las acciones del video tienen como backing la monocorde arquitectura de un edificio de la Gran Misión Vivienda Venezuela por La Candelaria, en Caracas. Una mujer con suéter verde sujeta con fuerza su cartera del lado derecho y acelera su paso, precursando lo que viene. Chúo está en el centro de la imagen y a su espalda un fotógrafo tiene un lugar privilegiado, que enfoca y aprovecha. Desde el lado derecho entra la rabia vuelta hombre con una piedra. Es diestro. Chúo levanta la guardia escudando el rostro en su antebrazo izquierdo y afianza ambos pies. Avanza en dirección hacia las piedras y entran dos hombres más. En esta parroquia o en cualquier otra esto se llama cayapa. Los tres apedreantes no esperan el avance y el entrompe de Chúo les afecta la puntería. A uno, el de azul, no le queda otra que sumarle a la cobardía el hecho de agredirlo por la espalda. Chúo sigue avanzando. Las huídas hacia adelante suelen desconcertar a las tropas. A estas alturas del video todos van en dirección a un jabillo. Cerca del árbol Chúo gira las manos, quiebra en defensa y se cuadra. Un señor de pantalón oscuro y camisa manga larga resbala peligrosamente en el tumulto que se forma. No hay toma y dame. Los agresores se van. Chúo devuelve los pasos por donde venía cuando la primera pedrada. La mujer del suéter verde debe ir ya bastante lejos. No aparece ningún policía, ningún escolta, ningún guardaespaldas, ningún guarura blindado. Un delgado veinteañero de franela azul escolta a Chúo, quien retoma el recorrido en medio de carros llenos de curiosos y gente que intenta entender qué pasó. La última toma del video completa la alegoría de nuestros tiempos: una cava blanca, sin logotipos ni inscripciones que nos permitan saber qué lleva dentro ni hacia dónde va.
Salvo cuando se trata de David versus Goliat, en la historia de la política (que es la historia del poder y los hombres), los apedreados suelen salir bien parados. Sobre todo porque apedrear es un verbo que carga consigo una pulsión primitiva, incivil. Sin embargo, más allá de lo salvaje, la acción de ese verbo requiere varias tomas de decisiones. Es decir: el proceso que amerita lanzarle una pedrada a alguien no es como el puñetazo que se lanza como reacción instintiva a un estímulo, sino algo decidido.
No hay muchas variantes en las maneras de apedrear: debes identificar al apedreable en la distancia, activar tu odio intestino, recorrer con la mirada todo el lugar hasta dar con alguna piedra, tomarla, volver a identificar al apedreable, apuntarlo y lanzársela de manera contundente y apuntada en su contra, a sabiendas de que volteará a ver de dónde vino el peñonazo e intentará identificarte. Eso o esperarlo agazapado cuando pase, ya con las piedras en la mano para cumplir con la orden piedrera. Pero, más allá de estas dos, no hay muchas otras maneras de apedrear. No así.
David y Goliat son asuntos del Antiguo Testamento. Después de Cristo, existen varios textos apócrifos sobre la vida de los apóstoles de Jesús después de que el Mesías “subiera a los cielos”.
Uno de los más populares se conoce como Hechos de Pedro y ahí aparece un personaje fascinante de la narrativa paracristiana: Simón El Mago.
Si dejamos atrás lo escrito por el genio de Dante Aligheri, hay un cuento sobre Simón El Mago que es capaz de dejar mal parados a los mismísimos San Pedro y San Pablo. En uno de los últimos episodios de la vida de Pedro, antes de ser crucificado de cabeza, dicen que Simón El Mago estaba mostrando al mismísimo emperador de Roma su capacidad para levitar y probar con eso su condición divina. Viéndolo, Pedro y Pablo se pusieron de rodillas y rogaron a su versión del cielo que frenara su vuelo y, dice lo escrito, Simón El Mago cayó al suelo y empezó a ser apedreado por los frustrados espectadores, quienes en verdad no estaban por Jesucristo ni por El Mago, sino enamorados del espectáculo.
Desde el punto de vista estrictamente literario, este relato siempre me revive dos dudas: la primera es por qué no hubo ni una pedrada contra El Mago mientras estaba levitando; la segunda es por qué ni Pablo ni Pedro le pidieron a su deidad la posibilidad de levitar y así medirse en igualdad de condiciones, dejando que los presentes decidieran quién levitaba mejor y no conformarse con la simpleza de rezar mientras esperan que el fracaso del otro llegue a tiempo.
Hoy, viendo el video, no puedo evitar sumar una tercera pregunta: ¿cuántos acá no están ni a favor de Jesucristo ni de El Mago, sino simplemente enamorados del espectáculo… pero con una piedra en la mano, para cuando caiga el contrario?
Hemos llegado a circunstancias en las cuales tres hombres perfectamente identificables lanzan piedras contra otro en medio de la impunidad de la violencia política.
Hoy no corren tiempos del Antiguo Testamento, sino apocalípticos: las balas están demasiado cerca de las piedras. Y aquí nadie sabe levitar. Paremos.
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