Editorial El Nacional
Si la arrogancia del hasta por siempre jamás galáctico comandante de los ejércitos bolivarianos y señor de la hacienda pública era exasperante, la del vasallo devenido en adventicio sucesor ha alcanzado cotas que, por descomunales, rayan en lo insoportable. Así lo reflejan las encuestas. El país no soporta más las vocingleras advertencias y arrebatos de furia de quien, como niño malcriado, rompe sus juguetes para que los demás no jueguen.
En sus últimas apariciones, deplora que la Asamblea Nacional "no haya sembrado ni un tomate" ¿creerá que el Capitolio es conuco y los diputados, agricultores?, y casi que lagrimea pidiendo cacao para apuntalar lo que presenta como hercúleos esfuerzos para remediar los males que su impericia y su temeridad han ocasionado a la República y a sus pobladores.
¿Cortarle la luz al Parlamento, como ha amenazado, no es un alarmante síntoma de insania que lo incapacita para gobernar y lo ubica, psicológicamente hablando, en un punto equidistante entre la incongruencia del zimbabuense Robert Mugabe y la excentricidad del ecuatoriano Abdalá Bucaram? Al igual que Mugabe, es incapaz de entender que la inflación atañe esencialmente a la economía y no a la política, por más que ésta pueda influir en aquélla ¡la economía, estúpido!-; y, emulando al chiflado ecuatoriano, cuando usted menos espera, le da por el canto y la bailoterapia.
No, Venezuela ya no da más y ello podría ser fundamento y explicación de dos inquietantes fenómenos que han comenzado a acaparar titulares y espacio en los medios de comunicación: los linchamientos y los saqueos.
Ninguna de estas manifestaciones es excusable. Ensañarse, erigiéndose en juez y verdugo para cobrar venganza, que no justicia, por mano propia ejecutando cual Fuenteovejuna, todos a una al sospechoso de un delito, es una fechoría colectiva que merece tanta reprensión como la cometida por el sentenciado por la rabia popular. Claro, en una sociedad en la que el Poder Judicial funcione y no sea un mero brazo castigador del Ejecutivo. Lo mismo puede decirse de los saqueos, rebatiñas de pan para hoy y hambre mañana, con las que turbas exaltadas escarmientan a quienes juzgan acaparadores y especuladores.
En ambos casos, la responsabilidad de que tan bárbaras demostraciones de incivilidad hayan cobrado protagonismo es de la revolución bonita. Esta perversa regresión histórica ha hecho de la impunidad razón valedera para que el malandraje ordinario y gángsteres de cuello rojo se sientan a sus anchas.
Y, como lo que es igual no es trampa, frente al atropello, los afectados reaccionan en sintonía con el agresor. En el fondo, pareciera que las autoridades utilizan estos excesos amparados en el anonimato de la multitud para ganarle tiempo al tiempo, en una terca carrera de resistencia al revocatorio que le impele a inmovilizar a la administración pública a fin de impedir se malicia y es verosímil que la oposición cumpla con los plazos estipulados por la ley para activar el referéndum. Decía Napoleón: "Hay ladrones a los que no se castiga, pero que roban lo más preciado: el tiempo".
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