Monday, April 25, 2016

Hablarle en necio

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Hablarle en necio
La presencia de Shakespeare es más visible en la cultura anglosajona contemporánea que la del teatro del Siglo de Oro en el mundo de habla hispana. Este ensayo rastrea la historia y las razones de esa diferencia.

Julio Hubard Letras Libres Abril, 2016

http://www.letraslibres.com/revista/dossier/hablarle-en-necio
“Dichosa edad y siglos dichosos aquellos”, discurre don Quijote frente a unos cabreros y los instruye en la mitología de la Edad de Oro. Igual que en La tempestad, Gonzalo, náufrago y perdido con un grupo de viajantes, delibera acerca de la misma Edad de Oro: “Si hiciera una colonia en esta isla...” Tanto Shakespeare como Cervantes copian los elementos del comunismo anterior a la propiedad privada, la justicia igualitaria y la ausencia de ropas y de envidia, donde nadie tiene nada, nadie es pobre y la felicidad no se ha escapado. Pero hay una diferencia entre don Quijote y Gonzalo: el tiempo verbal. Y sus implicaciones. Cervantes habla de un pasado remoto y perdido. Gonzalo, en cambio, se pregunta qué hacer; habla en subjuntivo y en condicional y se inmiscuye en primera persona. El mito es antiguo, de Hesíodo y luego Virgilio... La pregunta sobre la era dorada y la sociedad mejor se vuelve rasgo común del humanismo y los utopistas creen que la analogía templa la imaginación moral. Pero los ingleses, Shakespeare o Bacon, hablan de la Edad de Oro como si fuera posible. No es que sean apologetas o militantes: es el modo del habla. Quizá porque están en una civilización isleña que cree en los discursos y en el poder suasorio de las palabras pronunciadas en público.

De hecho, pueden marcar los hitos de su historia con los discursos, desde Enrique
V y la víspera de la batalla de San Quintín (“Band of brothers”) hasta la
entrada en la Segunda Guerra y la valentía con Churchill (“Blood, toil,
tears, and sweat”). Y es algo que heredaron a su colonia americana: ese
uso de la palabra en público, que lo mismo hace periódicos, política,
desde luego teatro y que, nosotros, los de lengua española, no
entendemos del todo. Los de lengua inglesa parecen no entender que
hay niveles, que no todo mundo entiende; que a los tontos hay que
hablarles tontamente, despacio y de cosas simples, mientras que a los
de arriba se les ha de hablar con inteligencia y tiento. O eso dijo Lope
de Vega en el discurso que pronuncia en la Academia, su “Arte nuevo
de hacer comedias en este tiempo”:
Si hablare el rey, imite cuanto pueda
la gravedad real; si el viejo hablare
procure una modestia sentenciosa [...]
que solo ha de imitar lo verosímil.

El vulgo paga por las comedias. Pero Lope solía cobrar un sueldo fijo
(trescientos reales y más) y aceptar el mecenazgo. Nunca corrió con los
riesgos de la taquilla: siempre invertía otro –un señor noble, un cabildo,
el alcalde o la corona–. Es decir: la economía entre el autor, los actores
y el público está intervenida desde la época de Lope de Vega; él mismo
fue contratado por la Inquisición, y las autoridades que le daban
trabajo también le daban indicaciones y prohibiciones. Refunfuñaba,
pero obedecía: a escribir comedias, que consideraba inferiores a las
tragedias, pero significaban su subsistencia y fama. Según Alfonso
Reyes, tenía tal éxito que la misma Inquisición se vio obligada a
prohibir un rezo que remedaba el Credo: “Creo en Lope todopoderoso,
poeta del cielo y de la tierra.” Sus obligaciones y sus aportaciones
quedan dichas en su “Arte nuevo”, donde se queja:

y escribo por el arte que inventaron
los que el vulgar aplauso pretendieron
porque como las paga el vulgo, es justo
hablarle en necio para darle gusto.

Está en cárcel de oro, produciendo entretenimiento y obligado a hacerlo de modo edificante y educativo. Suena a buen acuerdo pero, unas décadas después de Calderón, el teatro español se convirtió en una fábrica de mojamas. Al contrario de Lope, y quizá por oficio del mismo Lope (“No conozco ningún poeta tan malo como Cervantes ni tan necio que alabe a Don Quijote”, escribió en 1605), Cervantes tuvo mala acogida entre las compañías teatrales, después de algunos modestos éxitos. En el prólogo de El rufián dichoso se queja de que “entró luego el monstruo de la naturaleza, el gran Lope de Vega, y alzose con la monarquía cómica [y unos años después] volví yo a mi antigua ociosidad, y pensando que aún duraban los siglos donde corrían mis alabanzas, volví a componer algunas comedias; pero no hallé pájaros en los nidos de antaño; quiero decir que no hallé autor que me las pidiese [...] y así las arrinconé en un cofre y las consagré y las condené al perpetuo silencio”.

No he hallado registros que hablen de ninguna representación de las obras cervantinas hasta el siglo xix, y muy escasas. Y a cuatrocientos años de su muerte sigue muerta casi toda la obra de Cervantes. ¿Qué hacemos en lengua española: velar fiambres? No hay académico que no baje la voz una cuarta para nombrar el Siglo de Oro, pero hasta hace poco no había existido una edición completa de la obra de Lope de Vega; el teatro de Guillén de Castro o de Mira de Amescua son rareza de cubículo; Calderón se consigue en pedazos de papel de calidades dispares. Hay acceso a la poesía y parte de la prosa sigloristas, pero el teatro apenas existe en papel, menos en las tablas y casi nada en redes. Quedan varias hipótesis; la más inmediata, que gran parte de aquel teatro se nos volvió lejanísimo. Por dos razones. Una, que no hubo, ni hay, quien meta la mano para faltarle al respeto a la literatura y rehacerla, utilizarla y producirla de nuevo. Dos, que no se le mete la mano porque se teme a quien vela los cadáveres: la academia impone temor y suele creer que su obligación es regañar a quien profane sus santos y sus monstruos. Pero, sobre todo, porque el abandono central es el del público, que se aburre más y entiende menos conforme pasa el tiempo.

Dicho claramente: si el teatro del Siglo de Oro existe es porque lo conserva la academia, y si el teatro del Siglo de Oro carece de vida es porque lo conserva la academia. La relación de Shakespeare, o Ben Jonson, con el teatro es muy distinta: vivían de las tablas y la taquilla, no de los dineros públicos ni del mecenazgo. Los dramaturgos, además de ser actores muchos de ellos, competían en fama con los actores: Richard Burbage o Edward Alleyn eran las estrellas que acaparaban curiosidades y llenaban los teatros. Igual que hoy, con el star system del cine. Marlowe, aristócrata, universitario y solamente autor, sin pisar los vulgares escenarios parecía saber esto y buscaba siempre que Alleyn llevara el papel principal en sus obras. Y resulta notorio porque, verso por verso, quizá Marlowe es técnicamente superior a Shakespeare, pero le sucedió algo semejante que a Calderón de la Barca: mejor leer las obras que asistir a su representación. Son gran poesía, no gran teatro. Pisar las tablas no es literatura, pero en ellas vive o muere una obra.

Shakespeare puede ser deslumbrante, hondo, vulgar, grosero; pero no habla en necio, ni en llano ni en culterano; no es un asunto que lo acose o preocupe porque los registros codificados del inglés hablado no son tan rígidos como los del español o francés. Shakespeare se ve obligado a calcular la taquilla, no el habla. Con “poco latín y menos griego”, hizo poco caso del “principio de decoro” (tomado del decorum de Horacio y los retóricos latinos); es decir, que los personajes tengan una determinada integridad y verosimilitud. De ello habla el canónigo en el famoso capítulo xlviii del Quijote. Es de decoro que no aparezcan “un viejo valiente y un mozo cobarde, un lacayo retórico, un paje consejero, un rey ganapán y una princesa fregona” –todas estas faltas al decoro están, tal cual, en Shakespeare, que abunda en formas, menciones, alusiones impensables en España. No solo las sexuales sino todo un registro de humanidad viva: la corrupción de funcionarios, reyes despreciables y perversos, sirvientes igualados, nobles de baja estofa.

Ni un solo héroe, dice John Ruskin: Shakespeare solo tiene heroínas, los hombres están todos tocados por la carencia, el mal, la crueldad y la cobardía. Más que personajes, dice Harold Bloom, vemos, escuchamos personas incapaces de dar cuenta de sí y no son predecibles ni para el público ni para sí mismas, y no responden a cartabones fijados por un autor o una preceptiva. ¿Más simple? Me puedo imaginar como Hamlet, o como Falstaff, o junto a Peter Quince en Sueño de una noche de verano, entre actores, pero los personajes de Lope o Calderón siempre son ellos, ajenos, lejanos.

Julio Hubard Stoopend (Ciudad de México, 1962). Escritor, poeta y ensayista. Estudió filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Fue profesor adjunto de Ramón Xirau. Becario en el Instituto de Investigaciones Filosóficas, y profesor de Historia de las Ideas. Ha sido editor. Consultor en Aldus. Director literario de Tusquets Editores. Miembro del consejo del Fondo de Cultura Económica. Subdirector de Este País. Miembro del consejo de la revista Vuelta. Es maestro fundador de la Escuela Mexicana de Escritores. Miembro del Sistema Nacional de Creadores desde 1999. Obra publicada: Hacéldama, (poesía) Conaculta, 2009. Sangre. Notas para la historia de una idea, (ensayo) Turner-Ortega y Ortiz, 2006. Presentes sucesiones, (poesía) F. C. E., Letras Mexicanas, 1988 Una turba de gente adorable, (poesía) Universidad Autónoma Metropolitana, Margen de poesía #15, 1992. Aristóteles & Hipócrates. De la melancolía, (ensayo) Vuelta/ Heliópolis, 1994 Es colaborador de la Revista Letras Libres.

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