MARIANO NAVA CONTRERAS | EL UNIVERSAL
viernes 27 de julio de 2012 03:46 PM
Ahí estaba. Con escrupulosa puntualidad se cumplió lo prometido (y fíjense que es rarísimo que en este país se cumpla una promesa con puntualidad): el pasado 24 de julio, fecha de su 229 cumpleaños, el Presidente develó ante la atónita mirada de los venezolanos el verdadero rostro del Libertador, reconstruido según las más adelantadas técnicas de la medicina forense. Para restituir los volúmenes y principales protuberancias se midieron las magnitudes de su cráneo; para recrear los estragos de su piel enferma y trajinada se hicieron muestras de la piel de hombres reales, de su misma tierra, expuestos a su mismo sol y a sus mismas enfermedades; para reproducir el color de sus cabellos, de sus ojos, de sus labios, se tomaron como referencia los retratos más fidedignos de todos cuantos se le hicieron; para restablecer lo poco que se ve de sus ropajes se eligieron algunos de los que se conservan. El resultado, una composición en tres dimensiones de asombroso realismo, en la que pueden notarse nítidamente hasta los poros.
Eché de menos, no lo puedo negar, una mayor profundidad en los surcos de la frente de un hombre al que siempre atenazaron las preocupaciones. Esperaba, tal vez, algunas canas en la cabellera de este adulto de 47 años, que sin embargo luce impecablemente negra y frondosa, peinada a la usanza. Y sin embargo, el resultado es impactante. Allí están los estragos del sol y los trasnochos, de las privaciones y de la vida azarosa en la piel marchita y arrugada, especialmente alrededor de los ojos, en las cuencas que lucen irremediablemente profundas; el surco elocuente que se abre desde la nariz aguileña por ambos lados de la boca, y que denota la fatiga y el cansancio, quizás la amargura. Y sobre todo, están allí esos pequeños ojos chispeantes y vivaces, colmados de brillante inteligencia, a los que no dejó de referir la mayoría de los que lo conocieron.
Sin embargo, ese no es Bolívar. Es una recreación en computadora que no refleja en lo más mínimo, ni puede hacerlo, sus pensamientos y sus sentimientos, el hombre, en fin, que hay detrás de cada rostro. No están allí la profunda decepción que debió haber sentido por aquellos días en que todo era fracaso, el inmenso dolor por la muerte de Sucre, las amargas cavilaciones que debió hacerse aquél que se precipitó de la apoteosis a la desesperanza, la angustia misma por su suerte, en fin, la inenarrable tristeza que lo mató. Nada de eso puede reflejarlo una computadora. Pueden, sí, sus escritos, la fuente tradicional a la que hemos recurrido antiguos y modernos. A la que aún recurrirán los que quieran conocer al hombre real.
Sorpresas, la verdad, no hubo ninguna. El alarde científico solo sirvió para confirmar que la mayoría de sus retratistas no mintió: Bolívar tenía, hay que reconocerlo, cara de español. Paradojas aparte, no podía tener cara de otra cosa, siendo hijo de quienes era y habiendo vivido el mundo que vivió, pese a las alucinadas pretensiones de algunos. Al final, para lo que sí sirvió este profanar de tumbas, este hurgar de muestras y esqueletos, este trajín de softwares y computadoras, fue para confirmarnos lo que algunos venezolanos se empecinan en ignorar: que Bolívar era un ser humano con arrugas, dolores, enfermedades, hongos y bacterias. Un hombre, ni más ni menos, de carne y hueso. Una realidad que aún resulta, para algunos, políticamente
Eché de menos, no lo puedo negar, una mayor profundidad en los surcos de la frente de un hombre al que siempre atenazaron las preocupaciones. Esperaba, tal vez, algunas canas en la cabellera de este adulto de 47 años, que sin embargo luce impecablemente negra y frondosa, peinada a la usanza. Y sin embargo, el resultado es impactante. Allí están los estragos del sol y los trasnochos, de las privaciones y de la vida azarosa en la piel marchita y arrugada, especialmente alrededor de los ojos, en las cuencas que lucen irremediablemente profundas; el surco elocuente que se abre desde la nariz aguileña por ambos lados de la boca, y que denota la fatiga y el cansancio, quizás la amargura. Y sobre todo, están allí esos pequeños ojos chispeantes y vivaces, colmados de brillante inteligencia, a los que no dejó de referir la mayoría de los que lo conocieron.
Sin embargo, ese no es Bolívar. Es una recreación en computadora que no refleja en lo más mínimo, ni puede hacerlo, sus pensamientos y sus sentimientos, el hombre, en fin, que hay detrás de cada rostro. No están allí la profunda decepción que debió haber sentido por aquellos días en que todo era fracaso, el inmenso dolor por la muerte de Sucre, las amargas cavilaciones que debió hacerse aquél que se precipitó de la apoteosis a la desesperanza, la angustia misma por su suerte, en fin, la inenarrable tristeza que lo mató. Nada de eso puede reflejarlo una computadora. Pueden, sí, sus escritos, la fuente tradicional a la que hemos recurrido antiguos y modernos. A la que aún recurrirán los que quieran conocer al hombre real.
Sorpresas, la verdad, no hubo ninguna. El alarde científico solo sirvió para confirmar que la mayoría de sus retratistas no mintió: Bolívar tenía, hay que reconocerlo, cara de español. Paradojas aparte, no podía tener cara de otra cosa, siendo hijo de quienes era y habiendo vivido el mundo que vivió, pese a las alucinadas pretensiones de algunos. Al final, para lo que sí sirvió este profanar de tumbas, este hurgar de muestras y esqueletos, este trajín de softwares y computadoras, fue para confirmarnos lo que algunos venezolanos se empecinan en ignorar: que Bolívar era un ser humano con arrugas, dolores, enfermedades, hongos y bacterias. Un hombre, ni más ni menos, de carne y hueso. Una realidad que aún resulta, para algunos, políticamente
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