ÁLVARO BENAVIDES LA GRECCA | EL UNIVERSAL
viernes 13 de julio de 2012 03:21 PM
Estimula contrastar la madurez republicana de los ciudadanos de nuestro país que hoy acompañan en todas partes la propuesta vigorosa, democrática y moderna que representa Henrique Capriles Radonski, con el atraso histórico que simbolizan las caravanas de Chávez y el cursi desfile militar que organizó y realizó este 5 de julio.
Con Venezuela sumida en vergonzosa dependencia de toda índole, Chávez armó, justo el día emblemático de nuestra independencia, un vulgar sarao más, producto de la sed insaciable de sus delirios egocéntricos. Pero a menos de 90 días de la sonora derrota electoral que viene, los delirios son ahora ese miedo que le hiela la sangre.
Arrinconado por sus fracasos, acosado hasta por quienes alguna vez le apoyaron, alejado de la realidad, solo en su soledad, Chávez reacciona instintivamente, y vuelve a sacar las garras (sus insultos, sus tanques, sus botas) para intentar crear miedo en sus contrarios, que se sienten fortalecidos por el poder del cambio que se huele.
Y tiene razón en sufrir ese miedo tenebroso, porque sabe que su final político será distinto al de los presidentes que una vez cumplida su jornada, se mantienen o se alejan, voluntariamente, de la vida pública. Chávez presiente que su final político está en los votos de los millones de ciudadanos que le cobrarán cada mentira, cada estafa.
Pero se las van a cobrar con la furia del traicionado: del que genuinamente creyó que aquel papel que le dieron, alguna vez se convertiría en una casa, pero que hoy sabe que la casa se quedará en un papel; del que se ilusionó porque él y los suyos tendrían qué comer; del que se las jugó por él y se metió en la cárcel de la franela roja.
De tanto mirar hacia el pasado, Chávez perdió la brújula del presente y ya se le agotó el tiempo, el mañana que alguna vez tuvo. Tiene conciencia de que muchos apostaron en él su propio futuro y el de sus hijos. Sabe que no les cumplió, que ya no le queda tiempo para hacerlo, y que se lo van a cobrar: Eso le hiela la sangre.
Chávez se siente y se sabe culpable de todos los desmanes que ha cometido en nombre de su pueblo, en nombre de una historia que ha falseado para escribir la suya propia, la del nuevo Libertador, que es, desde luego, él mismo, según se evidencia en esa tramposa cuña que manipula el anhelo natural del techo propio.
A pesar de que su séquito adulante se lo niega, desde su distante trono, Chávez ve las calles de Venezuela repletas de centenares de miles de gentes alegres, que ponen su mirada en el futuro, que sueñan luminoso, y que codo a codo con Henrique Capriles Radonski, sentencian el final político de Chávez: Eso le hiela la sangre.
Con Venezuela sumida en vergonzosa dependencia de toda índole, Chávez armó, justo el día emblemático de nuestra independencia, un vulgar sarao más, producto de la sed insaciable de sus delirios egocéntricos. Pero a menos de 90 días de la sonora derrota electoral que viene, los delirios son ahora ese miedo que le hiela la sangre.
Arrinconado por sus fracasos, acosado hasta por quienes alguna vez le apoyaron, alejado de la realidad, solo en su soledad, Chávez reacciona instintivamente, y vuelve a sacar las garras (sus insultos, sus tanques, sus botas) para intentar crear miedo en sus contrarios, que se sienten fortalecidos por el poder del cambio que se huele.
Y tiene razón en sufrir ese miedo tenebroso, porque sabe que su final político será distinto al de los presidentes que una vez cumplida su jornada, se mantienen o se alejan, voluntariamente, de la vida pública. Chávez presiente que su final político está en los votos de los millones de ciudadanos que le cobrarán cada mentira, cada estafa.
Pero se las van a cobrar con la furia del traicionado: del que genuinamente creyó que aquel papel que le dieron, alguna vez se convertiría en una casa, pero que hoy sabe que la casa se quedará en un papel; del que se ilusionó porque él y los suyos tendrían qué comer; del que se las jugó por él y se metió en la cárcel de la franela roja.
De tanto mirar hacia el pasado, Chávez perdió la brújula del presente y ya se le agotó el tiempo, el mañana que alguna vez tuvo. Tiene conciencia de que muchos apostaron en él su propio futuro y el de sus hijos. Sabe que no les cumplió, que ya no le queda tiempo para hacerlo, y que se lo van a cobrar: Eso le hiela la sangre.
Chávez se siente y se sabe culpable de todos los desmanes que ha cometido en nombre de su pueblo, en nombre de una historia que ha falseado para escribir la suya propia, la del nuevo Libertador, que es, desde luego, él mismo, según se evidencia en esa tramposa cuña que manipula el anhelo natural del techo propio.
A pesar de que su séquito adulante se lo niega, desde su distante trono, Chávez ve las calles de Venezuela repletas de centenares de miles de gentes alegres, que ponen su mirada en el futuro, que sueñan luminoso, y que codo a codo con Henrique Capriles Radonski, sentencian el final político de Chávez: Eso le hiela la sangre.
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