Federico Vega
La política es siempre fantasiosa, pocas veces creativa. Tenemos la tendencia, o una ansiosa necesidad, de verla como una ciencia objetiva, cuando es quizás la más irracional de las artes. Esta búsqueda de racionalidad muchas veces nos impide ver tanto los peligros de sus fantasías como sus posibilidades de creación.
En las ventas de libros usados podemos disfrutar encontrando lo que no estamos buscando (otra característica de la política, pues ella suele entregarnos lo que ignoramos y negarnos lo que creíamos saber). En mi última pesca he tenido la suerte de toparme con La soledad de América Latina, de Gabriel García Márquez, una recopilación de sus artículos periodísticos entre 1948 y 1984. El índice parece un menú con mis platos favoritos. Hay delicias para el desayuno, platos para almuerzos fuertes, meriendas, cenas ligeras y serenas infusiones que garantizan un buen dormir. Y mucho cine, críticas que confirman mi sospecha de que su única frustración fue que nadie logró hacer una buena película con sus cuentos o novelas.
El artículo que podría ayudarnos a digerir las locuras de nuestra política se titula “Fantasía y creación artística en América Latina y el Caribe”, escrito en 1979. Pero antes de revisarlo, y para contener mis deseos de citarlo de punta a punta, vamos a recordar otro más reciente que, por la fecha, no podía entrar en la antología editada en 1986.
En febrero de 1999, García Márquez acompañó a Hugo Chávez en un vuelo desde La Habana a Caracas. Había dos estimulantes razones para que el Premio Nobel escribiera sobre el teniente coronel: Chávez acababa de ser electo Presidente de Venezuela y los dos compañeros de asiento eran buenos amigos de Fidel Castro. La crónica es amable y se centra en las intimidades de un joven militar descubriendo una vocación y un destino. Dos frases la explican: “Conversamos de su vida y milagros” y “Fue una buena experiencia de reportero en reposo”.
El texto pareciera dirigirse a la consagración de un líder, pero no es lo mismo dialogar en las alturas que tocando tierra. Justo después de aterrizar surge una pregunta que será el cierre de la crónica:
“Mientras se alejaba entre sus escoltas de militares condecorados y amigos de la primera hora, me estremeció la inspiración de que había viajado y conversado a gusto con dos hombres opuestos. Uno a quien la suerte empedernida le ofrecía la oportunidad de salvar a su país. Y el otro, un ilusionista, que podía pasar a la historia como un déspota más”
Este final no le gustó a una oposición balbuceante, que desde el mismo comienzo de la presidencia de Chávez no admitía la primera opción. Menos le gustó al chavismo, que entonces era apenas una religión naciente. La explicación que dieron algunos de los primerizos apóstoles fue que en toda profecía latinoamericana es más fácil acertar anunciando a un déspota que a un salvador, y García Márquez sufría de esa manía senil de querer acertar, o no equivocarse del todo.
Chávez sigue siendo una dualidad. Y lo será siempre por haber muerto antes de comprobarse que fue un salvavidas que te jalaba por los pies hacia el fondo. Sus seguidores, además, lo redimen al exagerar sus defectos y exigir para el ahogado más peso y menos oxígeno. Basta con observar en el Ministro de Economía Productiva el aplomo de apacible ignorante con que nos anuncia: Les traigo soberanos disparates que harán que todo tiempo pasado, incluso el más reciente, sea mejor.
Más que el trillado adjetivo “déspota”, me interesa lo de “ilusionista”. El diccionario los define como artistas capaces de generar sorpresa al realizar acciones que desafían las leyes de la física resultando a simple vista inverosímiles. Entre las mismas se encuentran hacer aparecer o desaparecer objetos, provocar levitaciones, cortar a personas en dos y adivinar el pensamiento de los miembros del público.
No quiero ahora caer en referencias obvias sobre el arte de dividirnos, de desaparecer lo que falta y aparecer lo que sobra. Nunca un gobierno ha sido tan capaz de desafiar con tantas fantasías las elementales leyes de la economía y más incapaz de crear una realidad confiable. Por cierto, es fácil adivinar el pensamiento cuando dominas los medios de comunicación para obligar a pensar mediante un concierto de repeticiones. Trato de ver VTV y parece un coro entre fumigado y atomizado.
El mayor acto de ilusionismo es esconder el fracaso con el fracaso mismo, lo malo con lo malísimo. Se ha formado una red tan profunda, extensa, corrupta y bien aceitada que sus mismas proporciones oceánicas la hacen ver como una fantasía inconcebible.
En el ensayo de 1979, García Márquez comienza rechazando la definición de fantasía que propone el diccionario: “Una facultad que tiene el ánimo de reproducir por medio de imágenes”. También se opone a la definición de imaginación: “aprensión falsa de una cosa que no hay en la realidad o no tiene fundamento”. No sólo le parece que ambas son poco comprensibles, además cree que están al revés. Para él, fantasía “es lo que no tiene nada que ver con la realidad del mundo en que vivimos” y la imaginación, en cambio, “es una facultad especial que tienen los artistas para crear una realidad nueva a partir de la realidad en que viven”.
Con esta fórmula podemos ir entendiendo cuánto han dominado el país una pandilla de políticos fantasiosos y la falta que nos hace una nueva generación de políticos imaginativos.
Continúa García Márquez su ensayo advirtiendo que los artistas latinoamericanos han tenido que inventar muy poco, pues “su problema ha sido el contrario: hacer creíble su realidad”. Como primer y cabal ejemplo están quienes iniciaron las descripciones: “no hay en nuestra literatura escritores menos creíbles y al mismo tiempo más apegados a la realidad que nuestros cronistas de Indias”. Si llegara hoy un cronista de los de entonces y presenciara nuestras locuras y despilfarros con la gasolina y el petróleo, escribiría más temprano que tarde: “Estaban como sus madres los parieron”.
“Toda nuestra historia, desde el descubrimiento, se ha distinguido por la dificultad de hacerla creer”. Creer es mucho pedir. Yo me centraría en la imposibilidad de explicarla. ¿Quién entiende que el presidente de una compañía la lleva a la quiebra y propone como solución obtener más poder con el argumento de una guerra económica? ¡Claro que hay una guerra económica! La economía no es una rifa de Fe y Alegría: es un crudo enfrentamiento. Para eso te contratamos y pusimos en tus manos riquezas que asustarían al propio Marco Polo.
Me gusta el cuento de El primer viaje en torno del globo, del italiano Antonio Pigafetta, que elige García Márquez. Trata del encuentro con el primer gigante de la Patagonia, quien se desmayó del susto cuando vio su propia estampa reflejada en un espejo. Algo semejante le sucedería a los ministros que temen verse en el espejo de la Asamblea Nacional. La negación de Aristóbulo a presentarse ante los diputados y los periodistas me recuerda a un atleta venezolano que en una olimpíada no arrancó en la carrera de 100 metros. Cuando le preguntaron el motivo, respondió: “Había mucha gente”.
Hacia el final de su ensayo, García Márquez nos confiesa que no ha escrito una sola línea de sus libros que no tenga su origen en un hecho real. Cuando escribió Cien años de soledad se inventó un estigma que tuviera muy pocas posibilidades de coincidir con la realidad: el temor a tener un hijo con cola de cerdo. Sin embargo, apenas la novela se hizo famosa apareció en Barranquilla un joven que había nacido y crecido con semejante cola. Estaba feliz:
— Nunca quise decir que la tenía. Me daba vergüenza. Pero ahora, leyendo el libro y oyendo a la gente que lo ha leído, me doy cuenta de que es una cosa muy natural.
Nuestra cola de cerdo se arrastra por el suelo como el velo de una novia. Y no hay quien encuentre palabras para describirla. García Márquez asegura que en Corea del Sur nació una niña con su colita de cerdo y sobrevivió a la cirugía.
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