He salido impactado de ver El hijo de Saúl, ópera prima del húngaro László Nemes: en uno de los hornos crematorios del mayor holocausto de la historia un judío que –por su fortaleza– ha sido escogido para mover cadáveres, ropas y otras pertenencias, en medio de gritos y mucha desesperación, cree ver a su hijo muerto entre los muertos. Díganme si ese no es un punto de arranque que promete.
Que un hombre nacido en 1977, con una familia diezmada por el Holocausto, dirija una primera obra cinematográfica con las repercusiones que ha tenido (Gran Premio del Jurado en Cannes, Oscar a la Mejor Película Extranjera, entre otros), llama la atención. Sobre todo si la película es sobre Auschwitz y recibe la aprobación del realizador y crítico francés Claude Lanzmann.
El autor de Shoa siempre renegó de toda representación del Holocausto. Su implacable crítica a La lista de Schindler, de Steven Spielberg, se sostiene en la idea de que ficcionalizar la destrucción de los judíos europeos banaliza el horror. Nemes consiguió con su primera película ser aplaudido incluso por Lanzmann. Lo que no es mérito menor.
Lo interesante es el nivel de resonancias que tiene su película como parte de la historia del cine y en la de cada uno de sus espectadores. Ahí es cuando uno piensa que está frente a uno de los grandes. Y Nemes aún no ha cumplido cuarenta años.
Es muy impresionante la perspectiva que asume este director: contar la historia que ha escogido narrar en el cine desde la subjetividad del protagonista, al que persigue durante toda la película. Lo que sabemos es lo que inquieta a Saúl Auslander, el protagonista. El resto, los muertos, los disparos, el horror continuo y banal, la cotidianidad del exterminio, aparece desenfocado.
Se ha dicho ya y lo repito. El gran tema de El hijo de Saúl: “Aferrarse al rito de sepultar a un hijo supone el último vestigio de civilización en medio de la barbarie” (Alex Vicente). O si se quiere: “Poner en peligro a los vivos para honrar a los muertos” (Jordi Costa). Hemos llegado entonces a la orilla más sensible. La resonancia de ver la película de Nemes en Caracas hoy.
Al salir del cine fue inevitable que pensase en el lugar común de los puristas sobre las grandes catástrofes de la humanidad que distancian al chavismo de cualquier totalitarismo abyecto. La famosa dicotomía “Chávez no es Hitler”. “Venezuela no es Alemania”. “Esto no es el Holocausto”. Todo es verdad.
Lo que me recuerda una discusión en mis días bogotanos con un verdulero. Se jactaba de vender fruta perfecta. Un día, cansado de oírlo, le dije: “Lo perfecto es aburrido”. Y él, con su sabiduría de calle y su pesar en la espalda, me respondió: “Sí, pero no”.
No tengo dudas de las diferencias que nos separan de Auschwitz y del nazismo. Pero también he visto cómo algunas paralelas se tocan. Al ver El hijo de Saúl no he podido alejarme ni un instante de la gente que ve morir parientes por falta de quimioterapia. Ni la forma burda en que una casta agarrada al poder se exhibe ostentosa de corrupción y nuevorriquismo, mientras en la calle madres no tienen para darles leche a sus hijos.
No he dejado de pensar ni un día en la batalla silenciosa que dan ciudadanos venezolanos para reconocer las tumbas de sus deudos en cementerios vergonzosos que han sido profanados para robar huesos, todo esto muy cerca de mausoleos de “héroes” de una “revolución” que no tiene héroes ni hazañas.
El hijo de Saúl me ha recordado que entre nosotros también aferrarse al rito de sepultar a un deudo supone el último vestigio de civilización en medio de la barbarie naturalizada. El que no puede ver que se ponga lentes.
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