Saturday, April 2, 2016

Roosvelt y Obama: del buen vecino al vecino político

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Fernando Mires

La historia no se repite. Eso no significa que no se den relaciones de similitud entre diferentes procesos. Pero una cosa son las semejanzas y otras las analogías.
Entendemos por analogías procedimientos mediante los cuales son traspasadas experiencias válidas para un momento y un lugar determinado a momentos y espacios diferentes. De este modo, siguiendo el dictámen de una razón puramente analógica, Obama representaría un retorno a la política del ‘Buen Vecino’ iniciada por F. D. Roosevelt en 1933. Que eso no es así, intentaré demostrarlo en el presente artículo.
Para entender mejor el lugar que ocupan Roosevelt y Obama en la historia política de las relaciones entre los EE UU y América Latina, es importante atender a su periodización. Desde esa perspectiva es posible diferenciar los siguientes periodos:
1. Periodo de la Doctrina Monroe (desde 1823), caracterizado por el proteccionismo y expansión militar de los EE UU. En el curso de esa política los EEUU llevaron a cabo continuas invasiones a países sudamericanos (Cuba, México, Haití, Panamá, República Dominicana, Nicaragua).
2. Periodo de la política de “la buena vecindad”, surgida cuando Roosevelt creyó llegada la hora de iniciar una distensión interregional, proclamada en la VII Conferencia Panamericana de Montevideo de 1933.
3. Periodo de la política de Guerra Fría, de acuerdo al cual los EE UU a partir de 1947 (gobierno de Truman) intentan impedir que la URSS continúe su expansión como ya había ocurrido en Europa del Este.
Detengámonos un momento a destacar algunos rasgos específicos de este último periodo. Ellos son fundamentales para entender las diferencias entre los momentos de Roosevelt y Obama.
Como es de conocimiento general, durante el periodo de la Guerra Fría, la URSS se sirvió en el Sudeste asiático y en América Latina de partidos comunistas, grupos de inspiración soviética y contingentes armados a fin de implementar su política de expansión ideológica y territorial. Incluso en algunas ocasiones esos partidos y grupos lograron constituirse en representantes de legítimas reivindicaciones sociales.
Fue en los primeros momentos de la Guerra Fría cuando Stalin —después de haber considerado al gobierno de Roosevelt no sólo como a un aliado de guerra sino como a un aliado estratégico de post-guerra— inventó la tesis del imperialismo norteamericano, radical revisión a Lenin quien nunca sostuvo que el imperialismo pudiera ser expresión de un estado nacional sino, tal como el mismo lo definió, una “fase superior del capitalismo” a nivel mundial.
Lo cierto es que la tesis estalinista del imperialismo norteamericano echó raíces en América Latina hasta el punto de que todavía sigue situada en el centro del discurso de la izquierda latinoamericana.
Fidel Castro hizo suya la tesis estalinista que, por lo demás, parecía obtener corroboración en las llamadas “dictaduras de seguridad nacional” apoyadas por EE.UU. —sobre todo después de la revolución cubana— cuyo cometido era bloquear a las alternativas pro-comunistas aunque fuera al precio de liquidar diversas demandas populares articuladas en torno a ellas.
Habiendo finalizado la Guerra Fría con el hecho real y simbólico del derribamiento del Muro de Berlín (1989),  EE.UU. no manifestarían ningún interés inmediato para recomponer sus relaciones con América Latina. Esa ausencia de interés no fue, empero, descuido u omisión. En cierta medida fue una prueba de cómo las políticas mantenidas por los EE.UU. con respecto a América Latina están condicionadas a conflictos derivados de un nivel extra-continental. En cierto modo esas políticas han sido simples reflejos de la política mundial proyectados sobre la escena latinoamericana.
Tomemos como ejemplo el periodo inicial, el de la Doctrina Monroe. Dicha doctrina sería imposible de entender si omitimos las amenazas que provenían de la antigua Europa colonialista.
Si no hubiera sido por la doctrina Monroe, tanto Inglaterra como Francia habrían puesto pie en diversas regiones latinoamericanas aprovechando el vacío dejado por el ocaso del imperio español. Ello no niega, por supuesto, el hecho incuestionable de que EE.UU. bajo pretexto de superar la fase colonialista mantuvo en diversas zonas de América Latina una neta política imperial.
Pongamos ahora un ejemplo inverso y reciente: el gobierno de Hugo Chávez en Venezuela. Ese gobierno jamás habría podido ser tolerado por EE.UU. durante la Guerra Fría. Por mucho menos —bajo la consigna kissengeriana, “hay que evitar otra Cuba”— EE.UU. participaron en el derrocamiento del gobierno de la Unidad Popular en Chile.
En el periodo que surge después del fin del comunismo mundial, el gobierno de Chávez contrajo incluso relaciones con gobiernos potencialmente enemigos de EE.UU. (Irak, Libia, Siria, Irán, Rusia) con el propósito evidente de reactualizar una guerra fría a nivel continental. Fue en vano. EE.UU. habían ganado la auténtica, la verdadera Guerra Fría, y sus propósitos de reedición regional no parecían preocupar demasiado a sus gobernantes. Y bien, esa actitud, la de mantener una política inter-americana de acuerdo a sus intereses mundiales, puede hacerse extensiva a toda la historia configurada por las relaciones entre EE.UU. y América Latina.
Siguiendo esa lógica, la política de la ‘Buena Vecindad’ levantada por Roosevelt también hay que entenderla en el marco de una política de distensión originada por el fin de la primera guerra mundial, la superación de la gran recesión originada en 1929, el reconocimiento europeo de la superioridad militar norteamericana y la consecuente emergencia de EE.UU. como potencia planetaria.
Si atendemos a las coordenadas históricas ya expuestas, la diferencia entre el periodo Roosevelt con respecto al de Obama es notable. Durante el primero, EE.UU. se erigen como fuerza dominante y hegemónica a la vez. Durante el segundo, EE.UU., si bien conserva un rol hegemónico en la escena mundial, debe compartirlo con asociaciones trasnacionales, con fuertes potencias económicas como China y Japón, y con amenazantes poderes regionales, militares y económicos, como son Rusia, Irán e incluso Turquía.
La política que ha dibujado Obama hacia América Latina está lejos entonces de ser la réplica de un simple retorno a la buena vecindad de Roosevelt.
Vale la pena, además, anotar otra diferencia muy importante. Mientras Roosevelt perseguía una dominación pacífica, no exenta de pretensiones imperiales, Obama apunta más bien hacia una normalización en las relaciones internacionales.
¿Qué es normalización de acuerdo a Obama? Esa es la pregunta clave. Y no es difícil responderla si se leen con atención los discursos de Marzo de 2016 pronunciados por el presidente Obama en La Habana y Buenos Aires.
Normalización, a diferencias de buena vecindad, significa que EE.UU. se comprometen a establecer relaciones con diversos gobiernos latinoamericanos de acuerdo a criterios esencialmente políticos, reconociendo a dichos gobiernos sus espacios autonómicos, coincidan o no con la posición global que ostenta el gobierno norteamericano, siempre y cuando no atenten contra la seguridad externa e interna de EE.UU.
De este modo, mientras la actitud de Rossevelt reclamaba buena vecindad bajo la condición de una lealtad incondicional hacia los EE UU, la de Obama propone la unidad dentro de un marco de diferencias.
Obama no reclama lealtad absoluta. Lo único que exige es respeto mútuo de acuerdo a las normas básicas que rigen en las relaciones entre Estados independientes y soberanos. Esa es la razón por la cual la actitud de Obama debe ser considerada no como una política de buena vecindad sino como una de vecindad política.
Cierto es que Obama ha iniciado su política de normalización casi al final de su mandato. Pero en ningún caso este hecho debe ser interpretado como un acto puramente simbólico o como un intento para adornar la historia de su gobierno, como han destacado algunos superficiales columnistas.
La normalización, en verdad, no la comenzó Obama cuando él quiso, sino cuando él pudo. Si la hubiera propuesto antes se habría encontrado con la más feroz oposición de gobiernos que han hecho del anti-norteamericanismo una profesión de fe. La oportunidad ha comenzado a darse recién en el momento en que estos gobiernos experimentan una profunda crisis de legitimidad refrendada en grandes derrotas electorales (Argentina, Bolivia y Venezuela). A esas derrotas se suma la bancarrota del gobierno de Rousseff, compañero de ruta del “socialismo del siglo XXl”.
Obama ha comenzado así a escribir un nuevo capítulo en la política internacional de EE.UU. Esa política supone relacionarse, aunque sólo sea a nivel comercial, con gobiernos antagónicos (Cuba, Nicaragua, Venezuela, Bolivia) con los cuales será necesario mantener las diferencias hasta que ellas se disuelvan en el tiempo. Significa, además, intensificar contactos con gobiernos “amigos” y aliados estratégicos como el de la Argentina de Macri, entre otros. En ese último punto, Obama —retomando una línea de Carter— no ha ocultado su interés por apoyar con mayor decisión a los gobiernos que se rigen por normas democráticas, es decir, a aquellos que mantienen estructuras compatibles con las que rigen la gobernabilidad norteamericana.
El guión escrito por Obama es claro: EE.UU. intentará desactivar la ideología antiimperialista que, aún después de la Guerra Fría, yace anidada en círculos intelectuales y políticos. En el marco de ese intento debe ser entendido el acercamiento diplomático a la Cuba de los Castro.
El problema es que para gobiernos como el de Morales, Maduro u Ortega, el antiimperialismo, aunque nunca practicado, ha sido parte de sus identidades ideológicas. En cierto sentido lo que más convendría a esos gobiernos sería un presidente norteamericano poseedor de una retórica agresivamente imperial (como fue el de Bush Jr. por ejemplo). En cambio, una política como la levantada por Obama los descoloca tanto en la acción como en el lenguaje. Para seguir siendo antimperialistas dichos gobiernos necesitan de un imperio o, por lo menos, de algo que se le parezca. Pero si el imperio no se comporta como un imperio, esos gobiernos estarán destinados a hundirse en una profunda crisis de identidad. En cierto modo, ya se están hundiendo.
En consecuencias, si así lo decide el demonio, Donald Trump podría llegar a ser un aliado objetivo del “socialismo del siglo XXl”. Quizás eso es lo que más desean los gobiernos y partidos de la izquierda radical del continente. A veces los hilos de la historia se cruzan entre sí.

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