Jorge G. Castañeda
Reforma
Mayo 29, 2014
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No he leído aún el libro de Thomas Piketty, Le capital au XXIe siècle, pero sí he recorrido una veintena de reseñas de uno de los textos más comentados de los últimos años. Menos aun he revisado o entendido la nueva polémica desatada por The Financial Times, que sostiene que las cifras de Piketty carecen de fundamento. De todas estas reseñas y de muchos programas de televisión y radio se desprende una gran admiración por su tesis central, a saber que si la tasa interna del retorno del capital es superior a la tasa de crecimiento de la economía en el largo plazo, se agudiza la desigualdad y se concentra la riqueza. Hasta ahora la crítica principal al libro se ha enfocado en sus propuestas para remediar esta situación, vigente por lo menos desde la Segunda Guerra Mundial y en realidad desde el siglo XIX, con dos o tres intervalos. La propuesta central es un impuesto internacional al capital. Casi todos los críticos afirman que un tal impuesto es inviable, utópico, impráctico y caro.
No estoy tan seguro, aunque de esto sé menos incluso que de futbol. Traigo a colación algunos hechos importantes de los últimos meses. El primero es la ley norteamericana, Foreign Account Tax Compliance Act, la llamada FATCA, aprobada en 2010. Se dirigía originalmente a ciudadanos norteamericanos con activos fuera de su país y sobre los cuales no pagaban impuestos: ni sobre la renta, ni sobre plusvalías o dividendos. Por las mismas razones que el fisco americano multó primero al banco suizo UBS, y ahora a Credit Suisse por 2.6 mil millones de dólares, el gobierno de Estados Unidos quiere gravar los cientos de miles de millones de dólares en manos de sus ciudadanos fuera de sus fronteras. FATCA obliga a bancos de otros países a entregar a sus respectivos gobiernos información sobre cuentas de norteamericanos, que dichos gobiernos deben en seguida transferir a Estados Unidos. Como era lógico, cada gobierno, entre otros el de
México, exigió reciprocidad: que EU entregara a sus fiscos la información sobre activos de ciudadanos de esos países dentro de Estados Unidos. Una vez que se multiplicaron las peticiones de reciprocidad, la OCDE negoció un acuerdo entre 47 países, incluyendo el llamado Grupo de los 20. El intercambio de información ya se hará de manera automática. En México el acuerdo entra en vigor en 2015.
Por otra parte, las multas a UBS y Credit Suisse han llevado a un gran número de bancos suizos a cerrar cuentas no sólo de norteamericanos, sino de cualquier persona vinculada a EU: visa de trabajo, residencia, empleo, incluso un número de teléfono. En otras palabras, al norteamericano que quiera evadir al fisco de su propio país cada vez le va a costar más trabajo. A su vez, algunos bancos norteamericanos, en particular JP Morgan Chase, han cerrado las cuentas de extranjeros que trabajan, o trabajaron para gobiernos de otros países, y de los familiares y colaboradores cercanos de esos funcionarios. Han clausurado 8000 cuentas hasta ahora, entre otros de 300 mexicanos incluyendo varios ex secretarios de Estado.
Pensemos para ejecutar en un impuesto tipo Piketty sobre los activos de mexicanos fuera de México: casas y departamentos en Vail, en Miami, en San Diego, en San Antonio, en Houston, la mayoría en manos de "offshores", que desde el año pasado están obligadas a divulgar los nombres de sus beneficiarios; cuentas en Nueva York, en Bahamas, en Panamá o en Suiza; obligaciones, acciones u otros instrumentos financieros administrados por bancos de cualquiera de los países signatarios del acuerdo citado. Tal vez estos mexicanos podrían evadir todavía durante un tiempo un impuesto de esta índole, pero les costaría más trabajo y más dinero. Si el impuesto no es demasiado elevado, quizás les convenga más pagarlo que tratar de evitarlo. Y entonces el remedio de Piketty puede empezar a perecer menos utópico de lo que se pensaba.
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