Los más de 38 años de servicio del rey don Juan Carlos en el trono de España, del que abdicó hoy, se confunden con los de la democracia, finalmente recobrada tras una larga y negra dictadura.
Suya fue la primera gran decisión de renunciar a los poderes absolutos heredados del dictador, lo cual permitió organizar la democracia y elaborar la Constitución, en la que las funciones del Rey quedaron ajustadas a las usuales en otras monarquías parlamentarias. Suya fue también la determinación de intervenir contra los golpistas del 23-F, salvando una situación de gravísimo peligro para la continuidad de la democracia. Y suya ha sido la decisión de abdicar, lo cual deposita la responsabilidad de la Jefatura del Estado en la persona constitucionalmente designada para ello, don Felipe de Borbón.
Nadie puede negar a don Juan Carlos la utilidad de sus servicios a los españoles ni la iniciativa demostrada en los momentos más importantes. Cada una de esas tres grandes decisiones marca un proceso de extraordinario valor, incluida la sorpresa de su abdicación. Porque no se trata solo de proceder protocolariamente al relevo en la Jefatura del Estado, sino que este paso, meditado por el Monarca desde hace meses, facilitará la necesaria modernización y renovación de un sistema institucional necesitado de enfrentarse a los desafíos del
futuro, como el propio don Juan Carlos supo hacerlo respecto a los del pasado.
Entre las grandes decisiones de su reinado y la renuncia comunicada este lunes han transcurrido periodos diferentes en la vida del Rey. Lo más importante ha sido su neutralidad respecto a las contiendas partidistas y el escrupuloso respeto a los procedimientos constitucionales, visibles en cada relevo en el Gobierno del Estado. Las cualidades demostradas por don Juan Carlos han contribuido decisivamente a la utilidad de la Monarquía porque, sin participar de ninguna de las opciones en conflicto, también ha atendido la labor moderadora y arbitral asignada al Rey por la Constitución.
Es cierto que don Juan Carlos ha tenido periodos de mayor y menor brillantez en el desempeño de sus funciones, y es forzoso reconocer que ello ha coincidido con las etapas de los diferentes presidentes del Gobierno. Adolfo Suárez y Felipe González —con el interregno de Leopoldo Calvo-Sotelo— supieron sacar partido al Rey, acentuando así los periodos de mayor incardinación con las necesidades y expectativas de los españoles. No fue así en la etapa de José María Aznar, un tanto celoso de la popularidad y del prestigio de don Juan Carlos, ni en la de José Luis Rodríguez Zapatero.
Han llegado después sus problemas físicos y un error personal por el que el propio Monarca supo pedir excusas a los españoles. En plena recuperación de las intervenciones quirúrgicas sufridas, el Rey ha hecho esfuerzos para recobrar la confianza de la ciudadanía y ha meditado el momento más oportuno para proceder a su propia sustitución. Es ley de vida que sea así: nadie le ha presionado ni obligado a ello.
En la línea de lo que han empezado a hacer otras casas reales europeas, que tampoco esperan a la muerte del monarca para proceder al relevo, don Juan Carlos abdica porque es plenamente consciente de la necesidad de un cambio en la Jefatura del Estado. El Rey sabe muy
bien que esta no pertenece a la familia real, sino a los españoles: por eso ha preparado el relevo y se aparta voluntariamente, cuando se necesita una etapa de transformaciones —entre otras, una reforma constitucional— bajo el arbitraje y la moderación de un nuevo jefe de Estado, el príncipe don Felipe de Borbón, cuya edad, 46 años, se encuentra mucho más cercana a la media de los españoles de hoy, y a quien por ello cabe suponer mucho más próximo a su sensibilidad.
La noticia fue comunicada por el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, antes que por el propio don Juan Carlos. Es verdad que el jefe del Gobierno y de la mayoría parlamentaria tiene ahora un papel esencial para poner en marcha los mecanismos constitucionales necesarios para formalizar el cambio de titular de la Corona, pero también lo es que el Rey debería haber sido el primero en explicar su decisión personalmente a los españoles.
El proceso de relevo se produce en un entorno de plena normalidad y dentro de los cauces constitucionales. No cabe dudar del apoyo del Partido Popular, ni tampoco del principal partido de la oposición, cuyo líder, Alfredo Pérez Rubalcaba, sin duda estaba informado del proceso en marcha y prestará toda su colaboración, puesto que la estabilidad parlamentaria no está en juego en el proceso abierto en su partido.
Que el cambio se efectúe en plena normalidad no significa que don Felipe de Borbón herede una situación plenamente estable y tranquila, ni que la institución monárquica goce ahora de general reconocimiento. Al contrario, España atraviesa por múltiples problemas, desde la desafección de una parte de la ciudadanía hacia los resultados del sistema institucional existente, hasta la amenaza secesionista en Cataluña. Pero el heredero de la Corona ha dado sobradas muestras de saber estar y de saber hacerlo.
La nación es la verdadera fuente de legitimidad de la Monarquía. Don Felipe tendrá que ganarse ahora la confianza de los españoles, profundizando en las cualidades demostradas por su padre y
facilitando la modernización que España necesita con urgencia. No solo hereda un reinado de paz, progreso y entendimiento, sino problemas de muy diversa índole en los que se espera al futuro Rey.
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