ANGEL OROPEZA| EL UNIVERSAL
miércoles 16 de julio de 2014 12:00 AM
Quizás con la excepción de los fanáticos que en consecuencia son ciegos, los enchufados que no ven más allá de las ventanas de sus camionetas blindadas y de los hombros de sus guardaespaldas, y de los indolentes y distraídos, a quienes poco les importa lo que sucede más allá de su ombligo, pocas personas en nuestro país son capaces de negar la situación de caos y anarquía en que se ha convertido la cotidianidad de los venezolanos. La diferencia sólo parece estribar en la adjudicación sobre las causas y responsables de tal desgracia, pero -y a decir de las mediciones recientes- al menos ocho de cada diez venezolanos reconoce que el país marcha por muy mal camino.
Ante el caos, la salida inteligente -y la única que funciona- es acelerar la organización popular, y reforzar la construcción de puentes de entendimiento y comunicación entre los distintos sectores de venezolanos descontentos, a fin de transformar la enorme molestia y frustración social en una formidable fuerza política que haga indetenible el cambio necesario. Sin embargo, la desesperación -siempre una fatal consejera- puede llevar a algunos de nuestros compatriotas a dejarse seducir por los encantos de ingenuo voluntarismo y mágicas soluciones que caracterizan a las falsas salidas.
Una de estas falsas salidas tiene que ver con cierta extraña y muy peligrosa noción de "orden", que vendría "desde arriba" como solución al caos y al desgobierno. Según esta tesis, la única forma de enfrentar la anarquía en que se ha convertido nuestro país es aceptando un "orden" de naturaleza militarista, represivo y piramidal, que pondría en cintura a la sociedad venezolana.
La idea de un orden externo, impuesto desde el poder, tiene sustento en algunas características ampliamente estudiadas sobre la cultura política de los venezolanos, como las que se refieren a la relación entre desconfianza y aceptación de prácticas autoritarias de gobierno. En efecto, países con altos grados de desconfianza interpersonal como el nuestro, terminan por convencerse que -ya que no se puede confiar en la propia población y en sus fuerzas civilistas de organización y arreglo-, el único orden posible tendría que venir entonces desde arriba, entendiéndose por esto el Estado, los militares o algún sector concebido como superior a un pueblo supuestamente inmaduro e incapaz de generar sus propias dinámicas de convivencia.
En un brillante artículo publicado en Notitarde el pasado 2 de julio, la profesora Mercedes Pulido advertía, a propósito de unas declaraciones del comandante del Ejército sobre la necesidad de "imponer el orden" en Venezuela, sobre las diferencias entre un "orden" producto de la forma como interactuamos y nos organizamos para el logro de objetivos comunes, y otro, propio de comunidades jerárquicas, donde aquel se aplica de manera vertical e impuesta.
En este sentido, hay que insistir -de nuevo por aquello de las "salidas" engañosas- en que el único orden real, auténtico y que funciona es el que surge de la propia sociedad y de sus actores políticos y sociales. Este es muy distinto al orden falso que se impone como una especie de camisa de fuerza sobre el cuerpo social, y que sólo sirve para perpetuar el caos -dada la inviabilidad estructural de las "soluciones" políticas desde arriba- pero, esto sí, acallando las expresiones de descontento frente a él.
Es el orden propio de las cárceles para que los presos no molesten, o de los cuarteles para que los soldados sigan los mandatos del jefe. En lo único que es eficiente este tipo de "orden" es en criminalizar toda expresión de la inevitable diversidad social, y en ahogar sus manifestaciones de disenso, crítica o simplemente diferencias. Es el "obedezcan y quédense tranquilos" que se vende como alternativa política a la tragedia existente, y termina por agravar los peores rasgos de lo que hoy se quiere cambiar.
Una de las evidencias del momento decadente que se vive hoy en nuestro país, es la reaparición de estas alternativas fascistas de "orden", no sólo en algunos sectores de la muy acomodada burocracia postchavista que ven en ellas una posible puerta de escape a su inviabilidad y fracaso, sino también en grupos de venezolanos que, hartos de vivir en la zozobra y la incertidumbre, comienzan a verse tentados por los engañosos cantos de sirena que prometen imponer un orden rápido y externo.
Nuestra historia, igual que la de muchos países que han caído en esta trampa, se ha cansado de enseñar -para quien quiera verlo- que en estos casos el remedio no sólo es peor a la enfermedad, sino además mucho más doloroso e irreversible. Porque, aunque parezca a veces difícil de creer, lo cierto es que peor que peor siempre es posible. Razón tiene Fernando Mires: "Sin voluntad de cambio nunca va a suceder nada, pero reducir la acción política a los actos de la pura voluntad, se paga muy caro".
Ante el caos, la salida inteligente -y la única que funciona- es acelerar la organización popular, y reforzar la construcción de puentes de entendimiento y comunicación entre los distintos sectores de venezolanos descontentos, a fin de transformar la enorme molestia y frustración social en una formidable fuerza política que haga indetenible el cambio necesario. Sin embargo, la desesperación -siempre una fatal consejera- puede llevar a algunos de nuestros compatriotas a dejarse seducir por los encantos de ingenuo voluntarismo y mágicas soluciones que caracterizan a las falsas salidas.
Una de estas falsas salidas tiene que ver con cierta extraña y muy peligrosa noción de "orden", que vendría "desde arriba" como solución al caos y al desgobierno. Según esta tesis, la única forma de enfrentar la anarquía en que se ha convertido nuestro país es aceptando un "orden" de naturaleza militarista, represivo y piramidal, que pondría en cintura a la sociedad venezolana.
La idea de un orden externo, impuesto desde el poder, tiene sustento en algunas características ampliamente estudiadas sobre la cultura política de los venezolanos, como las que se refieren a la relación entre desconfianza y aceptación de prácticas autoritarias de gobierno. En efecto, países con altos grados de desconfianza interpersonal como el nuestro, terminan por convencerse que -ya que no se puede confiar en la propia población y en sus fuerzas civilistas de organización y arreglo-, el único orden posible tendría que venir entonces desde arriba, entendiéndose por esto el Estado, los militares o algún sector concebido como superior a un pueblo supuestamente inmaduro e incapaz de generar sus propias dinámicas de convivencia.
En un brillante artículo publicado en Notitarde el pasado 2 de julio, la profesora Mercedes Pulido advertía, a propósito de unas declaraciones del comandante del Ejército sobre la necesidad de "imponer el orden" en Venezuela, sobre las diferencias entre un "orden" producto de la forma como interactuamos y nos organizamos para el logro de objetivos comunes, y otro, propio de comunidades jerárquicas, donde aquel se aplica de manera vertical e impuesta.
En este sentido, hay que insistir -de nuevo por aquello de las "salidas" engañosas- en que el único orden real, auténtico y que funciona es el que surge de la propia sociedad y de sus actores políticos y sociales. Este es muy distinto al orden falso que se impone como una especie de camisa de fuerza sobre el cuerpo social, y que sólo sirve para perpetuar el caos -dada la inviabilidad estructural de las "soluciones" políticas desde arriba- pero, esto sí, acallando las expresiones de descontento frente a él.
Es el orden propio de las cárceles para que los presos no molesten, o de los cuarteles para que los soldados sigan los mandatos del jefe. En lo único que es eficiente este tipo de "orden" es en criminalizar toda expresión de la inevitable diversidad social, y en ahogar sus manifestaciones de disenso, crítica o simplemente diferencias. Es el "obedezcan y quédense tranquilos" que se vende como alternativa política a la tragedia existente, y termina por agravar los peores rasgos de lo que hoy se quiere cambiar.
Una de las evidencias del momento decadente que se vive hoy en nuestro país, es la reaparición de estas alternativas fascistas de "orden", no sólo en algunos sectores de la muy acomodada burocracia postchavista que ven en ellas una posible puerta de escape a su inviabilidad y fracaso, sino también en grupos de venezolanos que, hartos de vivir en la zozobra y la incertidumbre, comienzan a verse tentados por los engañosos cantos de sirena que prometen imponer un orden rápido y externo.
Nuestra historia, igual que la de muchos países que han caído en esta trampa, se ha cansado de enseñar -para quien quiera verlo- que en estos casos el remedio no sólo es peor a la enfermedad, sino además mucho más doloroso e irreversible. Porque, aunque parezca a veces difícil de creer, lo cierto es que peor que peor siempre es posible. Razón tiene Fernando Mires: "Sin voluntad de cambio nunca va a suceder nada, pero reducir la acción política a los actos de la pura voluntad, se paga muy caro".
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