Manuel Malaver
20 Julio, 2014
El presidente de Cuba, Raúl Castro, debe sentirse en estos días como uno de los hombres más felices de la tierra, pues de ser un eficiente segundón de su hermano, Fidel, en el marco de la opaca y predecible política interna cubana, ágrafo, lacónico hasta el mutismo y decididamente aburrido, ha pasado a constituirse en un líder continental, si no por derecho propio, si por el que da el haber devenido en heredero de la primera monarquía colonial y dinástica conocida en el continente después del fin del colonialismo español hace 200 años.
Para empezar, sojuzga a uno de los países más ricos en recursos naturales del continente y del planeta, Venezuela, y desde la agonía de la economía cubana en ruinas -tarantín de miserias insondables e insuperables donde después de 55 años de experimento socialista jamás se le ha suministrado a los 10 millones de habitantes de la isla los bienes básicos que requieren para sobrevivir-, extiende su influencia a semicolonias como Nicaragua, Ecuador y Bolivia y hasta a países con presidentes de izquierda como Brasil, Uruguay y Argentina que, no obstante no intercambiar nada con Cuba, o muy poco, caen rendidos bajo el embrujo y seducción de las otroras leyendas de la revolución cubana.
Y si hay que intercambiar, pues ahí está la inmensamente dotada Venezuela con sus reservas energéticas abiertas a los socios de club, y cantidades copiosas de petrodólares con las que, se subsidian la agroganadería, la industria liviana y pesada, el comercio, las manufacturas y el acceso a los mercados financieros internacionales de países con cuentas poco claras con sus acreedores como Argentina.
Y como centro del tinglado -de tamaña anomalía o excrecencia histórica-, una dictadura, la de los hermanos Castro, que en medio siglo solo conoció dos presidentes (Fidel y su hermano), un partido y una ideología y que ha retrocedido el desarrollo de la que fue una de las economías más robustas de la región, a 50, 100 años de atraso.
Es la última dictadura comunista y stalinista del mundo occidental y la segunda de todo el globo al lado de la de Corea del Norte y de la que se predecía era inevitable que evolucionara hacia la democracia y el capitalismo una vez que se habían impuesto al Imperio Soviético después de 40 años del fenómeno que se llamó la “Guerra Fría”, hasta que en Venezuela surgió un partido y un movimiento político en busca de una potencia ideológica que los colonizara, y ahí, no muy lejos, a 2 horas y media de un vuelo normal en avión, estaba la Cuba de los Castro.
Fue una amistad, conexión o fascinación que comenzó con el primer encuentro entre Hugo Chávez, el teniente coronel líder de los revolucionarios venezolanos, y Fidel Castro, el caudillo de los burócratas cubanos, el primero nacido a la vida política en un golpe de Estado fracasado, pero aventado a la presidencia del país a través de unas elecciones constitucionales y burguesas; el segundo, alumbrado al calor de una guerra de guerrillas en una sierra de la isla, en la cual forjó, además, el prototipo del revolucionario tercermundista de las últimas 4 décadas del siglo XX.
De modo que, de un lado, una leyenda de la siempre doliente revolución de América latina tan hambrienta de héroes, dioses, santos; y del otro, un insurgente como tantos otros, salido de un cuartel, e impaciente de ser tomado en cuenta, admirado y estimado por aquel caudillo que con unas solas palmadas daba lustre, prestigio y legitimidad.
Lo básico, sin embargo, en la amistad de hierro entre los dos caudillos o comandantes en jefe, es que, lo que faltaba a uno lo tenía otro, pues si la Cuba castrista era un proyecto en disolución por el colapso de la Unión Soviética que lo subsidiaba, Chávez estaba ahí con toda la riqueza venezolana para sustituir a los rusos como país nutriz de Cuba.
En cuanto a la Venezuela chavista, necesitaba aliarse con uno de los últimos países totalitarios del globo que le suministrara la experiencia, los cuadros, los expertos en inteligencia y control de la población, en represión y destrucción de las instituciones para que surgiera, como surgió Castro en la Cuba de los 60, un único e indiscutido jefe en la Venezuela de los 2000: Chávez.
Hoy, toda esta zaga de los “caudillos fundadores” yace en el mausoleo de un viejo cuartel de Caracas donde, dicen, reposan los restos mortales de Chávez; y en la cama de una clínica privada de que dispone Fidel Castro en su palacete de La Habana, donde, de un lado, cuasi nonagenario, achacoso, y con síntomas de demencia senil solo sobrevive como una foto ajada, borrosa y en sepia de la gloria que alguna vez fue; y del otro, Chávez es cada día un recuerdo deshilachado en un país que padece de un desabastecimiento crónico de alimentos, medicinas, seguridad y servicios de educación, salud y transporte.
En todo caso, exudando los dos, la condena de aceptar la inevitable fatalidad de que, en el más acá, terminaron siendo víctimas de herederos segundones que jamás calzaron sus puntos, pero dado que fueron ungidos por monarcas absolutos, fueron acatados sin objeciones por las maquinarias políticas y burocráticas que les crearon, y, aparentemente, sin que se divisen en el horizonte las voces que tendrían que tronar contra un derecho de sucesión arbitrario, anacrónico, ilegítimo e inconstitucional.
Más atornillado Raúl, con apenas 5 años menos que Fidel, su compañero en la gesta de la Sierra Maestra, y si bien a años luz de su carisma, inteligencia, olfato y audacia política, responsable del establecimiento de la maquinaria militar y represiva que con la ayuda soviética es todavía una de las más temibles del planeta.
Los herederos de Chávez, por el contrario, el señor Nicolás Maduro y el teniente o capitán, Diosdado Cabello, no le deben su poder a Chávez sino a Raúl Castro, quien convenció al líder bolivariano que, dado que era muy probable su separación absoluta de la presidencia de Venezuela, dejara las riendas del gobierno en manos de estas figuras jóvenes que, por sus pocas luces, tendrían que solicitarlas en Cuba, una vez que las del “Centauro de Sabaneta” se apagaran.
Figuras absolutamente irrelevantes y desangeladas comparadas con Chávez, dependientes del brillo y prestigio que aun conserva en sectores populares del país, pero, por eso mismo, ideales para ser manejadas y monitoreados por el político inescrupuloso que terminó siendo el confiscador, administrador y usufructuario del poder político de Chávez: Raúl Castro.
Más “Castro” que “Maduro” o “Cabello” y como miembros recién incorporados a una familia poderosa y siniestra, decididos a hacer lo necesario para reforzar el coloniaje y la dictadura cubana, auspiciada ahora, no por procónsules o virreyes extranjeros, sino por estos funcionarios de destartalada categoría que no tienen el coraje de pedirle al sátrapa caribeño que disimule, al menos, ser el dueño y no un aliado de Venezuela.
Se prestan así al establecimiento en el país de una dictadura malhumorada, rapaz, ágrafa, lacónica, decididamente aburrida y al margen del rescate de los derechos humanos que ellos saben mejor que nadie llevan 15 años pisoteados en Venezuela.
Ni un gesto de piedad, debilidad, ni humanismo por los presos políticos que sufren en las cárceles venezolanas y esa no es una característica venezolana, sino de la Cuba de Raúl Castro.
Por eso, ya corre por la calles de Caracas la conseja de que Maduro y Cabello descienden del más joven de los hermanos Castro, y son nietos del mayor.
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