Gustavo Coronel
Lo
que temíamos hace 40 años ya tiene comprobación histórica. En 1976 se
tomó la decisión de estatizar la industria petrolera venezolana. En el
intenso debate que precedió esa decisión expresamos nuestro temor porque
esa decisión condujera al fracaso de esta industria. Quienes
trabajábamos en la industria petrolera venezolana en ese momento
pensamos que su politización en manos del estado sería inevitable. Sin
embargo, en el momento de la decisión todos los gerentes de la industria
permanecimos en ella porque, si bien no podíamos vetar la decisión, al
menos podríamos hacer nuestro mejor esfuerzo para que la industria en
manos del Estado se conservase eficiente.
Y
por algunos años así fue. Gracias al concurso de los gerentes y del
personal técnico de la industria. Gracias a los contratos de asistencia
tecnológica y de comercialización con las ex-concesionarias, gracias al
aporte de individuos excepcionales como Rafael Alfonzo Ravard y gracias
también – es justo decirlo – al respeto hacia la gerencia por parte del
sector político de la época, la industria petrolera en manos del estado
se mantuvo en excelente forma por una década. Durante esa década se
hicieron logros significativos en la racionalización operacional de la
industria y en el cambio de patrón de refinación, se aumentaron las
reservas probadas (y no por decreto) y se estabilizó la producción.
Hoy
en día la industria petrolera venezolana está destruida. Material y
moralmente destruida. Su destrucción ha sido presidida por un pequeño
grupo de personas sin escrúpulos, motivados algunos por rencor, otros
por el deseo de poder, los más por la obsesión de enriquecerse
rápidamente. Son centenares los destructores pero los principales
responsables son: Hugo Chávez Frías, Nicolás Maduro Moros, Rafael
Ramírez Carreño, Jorge Giordani, Nelson Merentes y Ali Rodríguez Araque,
asistidos por eminencias grises como Bernard Mommer. Este grupo pasará
a la historia de la ignominia venezolana, del deshonor nacional.
Sin
embargo, no perdamos la perspectiva. Es cierto que la etapa del
chavismo en la presidencia, estos últimos 16 años, representó el golpe
mortal, el “coup de grace” para la industria petrolera venezolana. Pero
no es menos cierto que la industria petrolera en manos del estado ya
andaba por el camino del deterioro y de la politización desde los
inicios de la década de 1980, proceso que se acentuó durante la década
de 1990. Comenzó de manera insidiosa, con la modificación de los
estatutos de PDVSA para cambiar la naturaleza, competencias y duración
de su Junta Directiva. Continuó con la designación de directores
identificables por su afinidad con el partido de gobierno. Se manifestó
abiertamente con la designación de un político como nuevo Presidente de
la empresa, al salir Rafael Alfonzo Ravard. Llegó a ser irreversible con
la pérdida de la auto-suficiencia financiera de la empresa. Esto
ocurrió el 28 de septiembre de 1982, durante la presidencia de Luis
Herrera Campins. Durante esos años el sector político llegó a pensar
que cualquiera podía manejar a PDVSA, que los gerentes ganaban mucho
dinero, y que ni siquiera eran de confiar, pues representaban los
intereses de las ex-concesionarias. AD y COPEI, por boca de importantes
líderes como Gonzalo Barrios o Hugo Pérez La Salvia se permitieron
criticar duramente a los gerentes por dispendiosos y poco patriotas. El
sector político intervino a PDVSA pero no para mejorarla sino para
desmejorarla. Durante la década de 1990 PDVSA ya tenía exceso de
personal, tenía índices de eficiencia que no se comparaban
favorablemente con sus competidoras internacionales, las Shell, BP y
Exxon del mundo petrolero. Estaba todavía en mejor situación que otras
empresas estatales pero no ya a la altura de las empresas
internacionales con las cuales tenía que competir libremente en el
mercado.
La
dirección de la empresa en esos años lo comprendió así. Un estudio de
la empresa McKinsey lo reveló con crudeza. Ello llevó a la decisión de
modificar el modelo de empresas integradas y convertir a PDVSA en un
grupo de “unidades de negocio” por especialidad: Exploración y
Producción, Refinación, etc. En la práctica, sin embargo, ello llevó a
PDVSA a convertirse en empresa única, mutando hacia un modelo que había
sido un fracaso en México, en Argentina, en Bolivia, en Perú, en
Indonesia. Ni siquiera tenía la posibilidad de tener acciones en la
bolsa, como era el caso de Statoil o de Petrobras. Esa decisión
representó una condena de muerte lenta, condena que fue transformada por
Chávez en un fusilamiento televisado y por su posterior conversión en
una empresa importadora de pollo y sembradora de yuca.
No hay satisfacción alguna en nuestro corazón al decir: lo advertimos en su momento. En 1974, 400 gerentes profesionales fuimos a Miraflores y le dijimos a CAP de frente: Ningún político deberá manejar a PDVSA. Esta
recomendación duró en vigencia lo que duró CAP en el poder. Peor aún.
La politización de la presidencia de PDVSA produjo eventualmente la
politización de algunos de los gerentes profesionales, quienes
advirtieron que las reglas del juego habían cambiado y que ahora ellos
deberían ser melosos con el poder político para acceder al poder
petrolero. Se repitió en el ámbito petrolero la misma historia de los
militares que deseaban ser promovidos y se acercaban a Cecilia o a
Blanca para “ganar puntos”.
Ahora
tenemos una PDVSA irrecuperable. Esta empresa está más allá de la
redención, está podrida hasta el tuétano. Habrá que reemplazarla por un
modelo diferente de gestión. Esta decisión no será fácil porque, a
pesar del fracaso de PDVSA, los mitos y dogmas de la estatización, del
control absoluto del petróleo por parte del estado, permanecen vivos y
coleando, aún en las mentes de los líderes políticos de las nuevas
generaciones. Así lo decía Capriles en su campaña electoral: “Solo
cambiaré una persona en PDVSA, el presidente”.
El
petróleo, dijo un geólogo estadounidense, se encuentra en la mente de
los hombres. Y así como el petróleo se encuentra en la mente de los
hombres, su manejo eficiente también se encuentra en la mente de los
hombres. Una industria petrolera en manos del estado para importar pollo
y cultivar yuca es el equivalente petrolero del rancho en la cabeza de
los venezolanos ignorantes. Es una variedad de la ignorancia que nos
mantiene atrasados y hundidos en la desesperanza.
¿Podremos
liberarnos algún día de estos mitos, de estas primitivas creencias, de
este patrioterismo estéril, de esta retórica vacía sobre soberanía mal
entendida? Lo que llamamos orgullo nacional, al tratar de manejar solos
lo que no podemos manejar solos, es solo una manifestación de complejos
de inferioridad. No tenemos necesidad de una línea aérea como CONVIASA,
tan nacional como niche. No tenemos necesidad de una PDVSA que sea una
vergüenza nacional. De lo que tenemos necesidad es de saber para que
servimos y para que necesitamos a otros, saber quiénes somos y quienes
no somos, saber que la auto-suficiencia es un espejismo dañino para
cualquier país.
En suma, necesitamos crecer.
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