FRANCISCO GÁMEZ ARCAYA | EL UNIVERSAL
miércoles 9 de mayo de 2012 03:03 PM
Ante la inminente llegada de Boves a Caracas, una apurada caravana de vecinos, con sus rostros de terror y tristeza, dejaban todo a sus espaldas en julio de 1814. Eran veinte mil personas las que salieron rumbo al oriente del país. Su equipaje consistía en lo que sus fuerzas les permitían cargar. El camino, si es que a eso se le podía llamar como tal, era larguísimo y peligroso. Debían recorrerlo a pie. Los quejidos inocentes de los niños eran el único sonido que emanaba de ahí. Hasta el imponente Ávila parecía guardar luto. Incluso los enfermos salieron gateando de los hospitales para huir de la sed sangrienta de Boves. Esos fueron los primeros muertos en el camino. Sus familiares los lloraban, pero los dejaban atrás ante el peligro de retrasar el escape por perder tiempo en un entierro digno.
Al llegar a Chacao seguían a Petare, luego a Guarenas. Miedo y sudor fueron los signos iniciales de la huida. En Guarenas se encuentran con el Libertador. Su derrotado ejército cuidaba la retaguardia de la caravana. De Guarenas hacia las montañas de Capaya y de ahí hacia el calor de la costa.
Pasan las semanas y el grupo se hace cada día más pequeño. Los ancianos han fallecido, quedan pocos enfermos con vida y ya la muerte de varios niños ha dejado a sus familias bañadas en llanto. Mientras más avanzan, más dependen de las frutas del camino. Cuando entran a Barcelona, los paupérrimos sobrevivientes sienten que han entrado al cielo. Unos siguieron hacia Cumaná, otros a las Antillas, otros esperaron el ansiado momento del regreso, que efectivamente llegó. De los veinte mil que salieron de Caracas, llegaron menos de siete mil. Trece mil caraqueños dejaron sus cuerpos sin vida, tendidos en el camino, víctimas del hambre, la enfermedad, devorados por fieras o asesinados por seguidores de Boves.
Mientras tanto, Boves entraba a Caracas. Llegaba de Valencia, donde días atrás, luego de ocuparla, acabó con la vida de todos los blancos de la ciudad. Llegó a Caracas montado en su caballo negro, arrastrando su pestilente odio. Sin embargo, a su llegada, Boves encuentra solamente el eco de las pisadas de sus caballos y los ladridos babosos de sus soldados. Los caraqueños habían huido.
En estos tiempos, nos ha tocado conocer el dolor del adiós, la despedida del amigo, del hermano, del hijo que se va de su tierra. Las situaciones corporales no son tan extremas como en aquella emigración a Oriente de hace casi doscientos años. Ahora las tristes caravanas van vía el aeropuerto. Silentes ven por la ventana el mismo Ávila que vuelve a estar de luto ante la partida. Dejan atrás familia, amigos, vecinos. Dejan su pasado para aventurarse a lo desconocido. Su presente no les da para más. Su país se convierte para muchos en un lugar hostil donde la inseguridad mata por nada y el talento se castiga desde el poder sino viene acompañado de la adulancia y la sumisión. Dejan atrás su acento y hasta su idioma, la comida que los nutrió de niños y los lugares donde se construyeron sus recuerdos. Hoy muchos han tenido que huir como entonces. Pronto vendrán los tiempos del reencuentro.
Al llegar a Chacao seguían a Petare, luego a Guarenas. Miedo y sudor fueron los signos iniciales de la huida. En Guarenas se encuentran con el Libertador. Su derrotado ejército cuidaba la retaguardia de la caravana. De Guarenas hacia las montañas de Capaya y de ahí hacia el calor de la costa.
Pasan las semanas y el grupo se hace cada día más pequeño. Los ancianos han fallecido, quedan pocos enfermos con vida y ya la muerte de varios niños ha dejado a sus familias bañadas en llanto. Mientras más avanzan, más dependen de las frutas del camino. Cuando entran a Barcelona, los paupérrimos sobrevivientes sienten que han entrado al cielo. Unos siguieron hacia Cumaná, otros a las Antillas, otros esperaron el ansiado momento del regreso, que efectivamente llegó. De los veinte mil que salieron de Caracas, llegaron menos de siete mil. Trece mil caraqueños dejaron sus cuerpos sin vida, tendidos en el camino, víctimas del hambre, la enfermedad, devorados por fieras o asesinados por seguidores de Boves.
Mientras tanto, Boves entraba a Caracas. Llegaba de Valencia, donde días atrás, luego de ocuparla, acabó con la vida de todos los blancos de la ciudad. Llegó a Caracas montado en su caballo negro, arrastrando su pestilente odio. Sin embargo, a su llegada, Boves encuentra solamente el eco de las pisadas de sus caballos y los ladridos babosos de sus soldados. Los caraqueños habían huido.
En estos tiempos, nos ha tocado conocer el dolor del adiós, la despedida del amigo, del hermano, del hijo que se va de su tierra. Las situaciones corporales no son tan extremas como en aquella emigración a Oriente de hace casi doscientos años. Ahora las tristes caravanas van vía el aeropuerto. Silentes ven por la ventana el mismo Ávila que vuelve a estar de luto ante la partida. Dejan atrás familia, amigos, vecinos. Dejan su pasado para aventurarse a lo desconocido. Su presente no les da para más. Su país se convierte para muchos en un lugar hostil donde la inseguridad mata por nada y el talento se castiga desde el poder sino viene acompañado de la adulancia y la sumisión. Dejan atrás su acento y hasta su idioma, la comida que los nutrió de niños y los lugares donde se construyeron sus recuerdos. Hoy muchos han tenido que huir como entonces. Pronto vendrán los tiempos del reencuentro.
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