Charito Rojas
25 Febrero, 2015
25 Febrero, 2015
Las revoluciones son tiempos en que el pobre no está seguro de su honradez, ni el rico de su fortuna, ni el inocente de su vida. Joseph Antoine Renè Joubert (1754-1824), general francés del Primer Imperio, moralista, filósofo
La Revolución Francesa no es una historia tan rosa como que guillotinaron a los reyes y después vivieron felices para siempre. En diez años, entre 1789 cuando la burguesía se declara poder supremo en una Asamblea Nacional y 1799 cuando llega Napoleón Bonaparte a poner orden en la pea revolucionaria, ocasionó según los historiadores unas 100.000 muertes entre matanzas y guillotinas. Lo curioso es que Maximilien Robespierre, líder que había ordenado decapitar a monárquicos, liberales, radicales y a cualquier sospechoso de contrarrevolucionario, terminó como todo verdugo, cayendo bajo la hoja de la guillotina.
Afortunadamente, después de la degollina, la revolución que produjo la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, inspirada por cierto en la Constitución americana, fue rescatada por pragmáticos e ilustrados, que hicieron buenos los preceptos de igualdad, libertad y fraternidad. Tanto la revolución francesa como las revoluciones americanas lograron la independencia de sus pueblos, a un alto costo que lamentablemente algunos países latinoamericanos no han logrado honrar, regresando sobre los pasos de las montoneras caudillescas para arreglar los conflictos, en lugar de alcanzar un civilizado rango parlamentario y jurídico.
Venezuela no ha sido la excepción, guerras, golpes, derrocamientos, en un perjudicial ciclo de inestabilidad política y económica, logra por fin el equilibrio con el advenimiento de una democracia que logró sacar al país hacia el desarrollo. Cuarenta años en que los presidentes se entregaban civilizadamente el mando cada 5 años, en que nadie intentó golpes de estado. Cuarenta años en que la salud, la educación, la tecnología, la infraestructura y la prosperidad avanzaron más que en el siglo anterior.
Pero llegó la revolución, impulsada por las protestas ante desigualdades económicas, corrupción y por una labia planetaria que enamoró a gran parte del país, que soñó con ese mundo de orden militar pero con el amor de un poeta pueblerino. Allí se fregó Venezuela. La estrategia fue destruir todo, supuestamente para empezar de cero. Pero un país no se destruye tan fácilmente: se necesitaron 15 años de leyes draconianas, expropiaciones, expulsión de los mejores, aniquilamiento de la producción nacional, cárcel, plomo y gas del bueno para que el caudillo pensara que tenía la situación controlada.
Dejó que sus seguidores saquearan el país, mientras él miraba para otro lado y mareaba con discursos de 7 horas en cadena, alabando las maravillas de su revolución. Dejó que el hampa acorralara a la ciudadanía, porque así la mantenía aterrorizada tras las rejas de sus casas. Nombró ignorantes, patanes e incapaces como ministros, porque total, él ocupaba todos los cargos y aquellos eran puro adorno. Su dedo señaló a los más despreciables seres para que se sentaran en la Asamblea Nacional para avergonzar a los ciudadanos que representaban. Su táctica era someter a la clase media al mando de inferiores en estudios, en educación, en moral. Era su forma de aplacar sus resentimientos. Igual que Zamora cuando ordenaba quemar tierras o violar damas que jamás le hubieran dado un sí.
La revolución del siglo XXI removió el fondo del barro social y lo sacó a flote, pero no como hicieron los adecos, que elevaron el nivel social y económico imitando y aprendiendo de quienes lo tenían. No, los revolucionarios le cayeron a palos a todo lo que oliera a educación, instrucción, modales. La educación es enemiga del totalitarismo, que requiere un pueblo mal educado (o ideologizado, como es el caso) y sobre todo desinformado, para poder manejarlo a su antojo.
Al caudillo no le dio tiempo de terminar su gran obra de destrucción, truncada por la parca. Pero como último gran gesto de amor revolucionario, miró a su alrededor y seleccionó a su heredero, el que concluiría su gesta apocalíptica. Era el ideal: el pueblo lo identificaría como uno de los suyos porque había sido chofer de bus, algo había aprendido del discurso revolucionario por tantos años de cercanía, tenía a su lado una mujer que lo aconsejaría con la malignidad requerida. Además, era alumno de Fidel, así que no tendría resbalones contrarrevolucionarios. Obviando el hecho de que carece de partida de nacimiento, estudios conocidos ni habilidades más allá de las descritas, la selección parecía el mal menor, si lo comparaba con la otra alternativa.
Pero no contaba nadie con la estulticia, la incapacidad absoluta de entender lo que sucede, la palabra necia y los increíbles y ridículos desaguisados a que ha sometido al país el heredero. Sin duda el finado estará contento del remate de la obra: ha logrado la humillación del país por hambre y necesidad. Su gran obra de desabastecimiento y escasez fue alcanzada, prueba de ello las colas y la arrech& de la gente que las hace. Agarrar a los venezolanos por el estomago, que dependan del gobierno para comer, para bañarse, para todo.
Pero el boomerang se ha devuelto y la revolución ya cansa hasta a los revolucionarios. Más aún cuando las cadenas de imbecilidades en serie enfurecen cuando no hay comida para darles a los hijos ni papel tualé para eso. Los numeritos de la popularidad vienen tan en picada como los precios petroleros. Porque el tipo tiene hasta mala suerte (¡porque leche tampoco hay!) y el colapso de la producción nacional no puede ser tapado como antes, con la masiva importación, ya que dólares tampoco hay.
Con la escasez de divisas y de productos, llega también la escasez de ideas. A los revolucionarios no se les ha ocurrido mejor idea que utilizar la vieja y chavista táctica de los trapos rojos. Entonces, no hay dólares, ¡pongan preso a Ledezma! No hay comida, ¡expropien los automercados! No hay medicinas, ¡intervengan las farmacias!
El yoyo está enredado. Mandar pal’ca& al imperio no tapa el centenar de presos políticos que el planeta entero ve. La torpeza de disparar contra estudiantes los manda directo a La Haya y siembra una indignación que ninguna explicación acepta en el corazón de los padres venezolanos. La escasez inmanejable en una economía distorsionada hace que hasta los más ciegos seguidores culpen al heredero de botar la herencia revolucionaria. Para más tragedia, nadie cree las fabulas de golpes, magnicidios y/u otras tonterías, que son insultantes a la inteligencia natural del venezolano.
La ofensiva contra la protesta, el encarcelamiento o anulación judicial de los líderes, la complicidad judicial y militar, los confronta cada vez más con el país y con el mundo. Tienen miedo de un documento que habla de transición. Dicen que es golpista y claro que lo es: le da un golpe democrático, constitucional y pacífico a una revolución que sólo ha traído dolor y vergüenza. Léanlo. Fírmenlo si están de acuerdo. Luchen en todos los frentes por rescatar los valores morales y democráticos que nos honran como venezolanos:
www.acuerdonacionalparalatransicion.com
charitorojas2010@hotmail.com
@charitorojas
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