Maduro no ejecutará la Ley de Amnistía aprobada por la mayoría de la AN. Acudirá a jueces serviles para calificarla de inconstitucional, o de cualquier otra cosa violatoria de la convivencia civilizada. Clamará por el soporte de la militarada, para que el cuartel libre a Venezuela de la escalada de unos súcubos levantados del infierno. Animará las menguadas huestes que todavía lo siguen, para que ataquen a los promotores de la regulación como reos de lesa patria. Repetirá su discurso sobre el retorno de fuerzas siniestras que salen de su escondrijo para reforzar el trabajo de unos cómplices parapetados en una sospechosa maraña de curules. Promoverá el descrédito de una búsqueda de avenimiento que, en lugar de convocar a la paz, motivará el arranque de pavorosas hostilidades debido a la salida de unos delincuentes que harán de las suyas cuando dejen el calabozo con el amparo de unos farsantes disfrazados de diputados. Se apoyará en cualquier exageración, en el socorro de la tergiversación más grosera, en la pandilla más próxima, en las esquinas calientes de rigor, en cualquier lugar común que en sana lógica no se puede sostener, pero debe dejar sin efecto una norma en cuya inaplicación se le va la vida como dirigente político y como cabeza de la facción que detenta el poder.
¿Por qué esa ineludible necesidad? ¿Por qué Maduro actúa como si estuviera ante su apocalipsis, frente al borde del abismo más profundo de su vida, y desde cuyo fondo no podrá salir? La represión que ordenó contra las manifestaciones de protesta sucedidas en febrero de 2014 ha sido de las más cruentas y condenables de la historia de Venezuela. Él estaba en Miraflores cuando se desataron las furias contra la muchedumbre indefensa. Manejaba el timón cuando cayeron muertos los estudiantes, cuando fueron apaleados centenares de jóvenes en Caracas y en muchas otras ciudades del país, cuando las cárceles se llenaron de inocentes que habían salido a luchar por una causa justa, o que se encontraban por azar en el lugar de los acontecimientos; cuando las madres clamaban por sus hijos desaparecidos o les curaban las heridas de las peinillas y los perdigones, cuando la compasión desapareció del mapa para dar puerta franca a la brutalidad. Gracias a la celeridad de las redes de comunicación y a las señales de pánico que se pudieron captar de forma inmediata, la sociedad se enteró de la existencia de un teatro de terror cuyos responsables quedaban condenados a penas fulminantes si no se las arreglaban para salir rápido del evidente atolladero.
En consecuencia, bajo las órdenes de Maduro, se dieron a la tarea de manipular las escenas de crueldad hasta el punto de convertirlas en los antípodas, es decir, en una operación comedida con el objeto de salvaguardar el orden desbordado según el cálculo de los enemigos de la patria. Entonces los demócratas se convirtieron en factores conscientes de destrucción y los verdugos se hicieron custodios compasivos del pueblo. No hubo persecución de los asesinos, ni de los violadores de los derechos humanos, o los buscaron en el sitio ocupado por los manifestantes. Como no existían evidencias susceptibles de apoyar la tergiversación de los hechos, las fabricaron de la nada o las obtuvieron mediante tortura. El caso del juicio de Leopoldo López, una de las causas más indecentes e insostenibles en la trayectoria de nuestros tribunales, resume la frialdad de las tramas que entonces fraguaron para salvar la responsabilidad del jefe del Estado y de sus secuaces en los desmanes de ese febrero trágico. Maduro y sus subalternos cambiaron la historia para lavarse las manos ensangrentadas que podían colocarlos, sin atenuantes, en el banquillo de los culpables.
La Ley de Amnistía encuentra origen en la memoria de esa cadena de crímenes sin castigo y en la necesidad de lavar la reputación de quienes fueron calificados como delincuentes de manera torva. Busca espacios para la concordia, absolutamente necesarios en la atmósfera de crispación que vivimos, pero también mueve los recuerdos hacia actos de inhumanidad que el régimen debe ocultar necesariamente. Maduro no puede permitir que el repaso de sus sombras le dé un trompicón mortal.
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