Saturday, April 2, 2016

La encrucijada del odio

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Vladimiro Mujica

La sucesión es inquietante y siniestra. A cualquier hecho de violencia relacionado con alguna persona de importancia en el mundo político, inclusive con un simple militante de base, se le suma de inmediato el coro de la muerte, la venganza y el odio en las inefables redes sociales. Si uno tiene el estómago para leerlos, estos mensajes son el reflejo más fiel del deterioro del alma y el espíritu del país inducidos por una generación de tributo a la impunidad y al deterioro de las instituciones de la justicia en Venezuela.
La infame agresión contra María Corina Machado o los golpes contra Julio Borges en pleno hemiciclo de la Asamblea Nacional, por solo mencionar algunos incidentes, son aplaudidos por la dirigencia y las huestes del chavismo. Del mismo modo que los asesinatos por bandas armadas en las manifestaciones del año pasado de ciudadanos que protestaban en su gran mayoría pacificamente y cuya vida y derechos están consagrados en la Constitución. Del lado opositor, cada vez que se produce la muerte violenta de un dirigente chavista, como el reciente caso de un alcalde en Trujillo abaleado, o la muerte por causas naturales del diputado Tascón, o el dirigente del PSUV Escarrá, se escuchan voces espontáneas en las redes que celebran la caída de un chavista y se lamentan de que muera sin que lo alcance la justicia.
Confieso que no por mojigato, sino por convicción ética y moral, no me anima el odio contra los chavistas. Adverso sí, profundamente lo que pretenden hacer de mi país. Pero, aún cuando hayan traicionado a su propio pueblo; aún cuando se corrompan e instiguen a la violencia y al desconocimiento de quienes se les oponen; aún cuando encarcelen a gente inocente y destruyan la institucionalidad, la economía, la educación y los valores de nuestra sociedad, declaro que no me alegro cuando les sorprende la muerte natural ni la muerte violenta a manos de bandas enfrentadas o por algún otro motivo. El único castigo que quisiera ver para el chavismo es que pierda la confianza del pueblo y que aquellos que hayan delinquido se enfrenten en su oportunidad a los tribunales de justicia nacionales e internacionales.
No hay honor ni grandeza en el odio. No soy un pacifista a ultranzas y entiendo perfectamente que frente a determinadas agresiones no queda otra recurso que defenderse con las armas. Asi fue cuando el mundo civilizado se opuso a la barbarie nazi y fascista, y probablemente así tendrá que ser contra la barbarie fundamentalista que amenaza los cimientos de occidente. Pero estas son las conductas de la guerra y mientras podamos hacerlo creo que estamos obligados a oponernos a la más terrible de las conflictos que es una guerra civil entre gente del mismo pueblo. Solo el respeto a la Constitución, incluídos la resistencia ciudadana y el activismo político son salidas aceptables. Me rehuso a respirar con alivio cuando la gente se toma la justicia en sus manos y lincha a un delincuente. Entiendo la frustración de quienes se sienten abandonados por los mecanismos de la justicia, pero creo que estamos obligados a defender lo que nos hace civilizados y nos engrandece el espíritu. Me niego a creer en la conseja leninista de que la violencia es la partera de la historia. Los grandes parteros de la historia con la que yo me identifico y que quisiera para mi país son el conocimiento y la ilustración.
Comprendo a cabalidad que las responsabilidades de este penoso estado de cosas no están simétricamente distribuidas. Quíenes dirijen el país, deberían ser ejemplos con su conducta y desterrar el lenguaje del odio y la confrontación, pero lamentablemente esta es la lingua franca de la revolución, del país rojo. Pero el país azul, el que mira hacia la reconciliación y la esperanza de un futuro posible donde Venezuela se reencuentre a sí misma y su mejor destino, no puede caer en la tentación de celebrar la muerte o el infortunio del contrario. Es precisamente la fuerza de la ley y la civilización, de la ética y el respeto a la vida y al imperio de la ley lo que nos hace diferentes.
La imagen horrenda de unos policías embestidos a muerte por un autobús conducido por jóvenes cargados de odio e inestabilidad mental, si son opositores o chavistas es irrelevante, no puede ser consuelo para nadie y debería conmover nuestra fibra humana. Horror también debería causarnos el sufrimiento de quienes se pelean por los cuerpos de sus familiares en las morgues de Venezuela. La respuesta no puede nunca ser convalidar o ignorar los terribles actos de la violencia homicida que a todos nos acecha, sino actuar politicamente para desplazar del poder a quienes han permitido, por acción o por omisión, que nuestro país tenga el dudoso honor de encontrarse entre las naciones más violentas del mundo.
Cuando reproducimos las conductas y las emociones del mal, especialmente el odio, el mal ha finalmente ganado la batalla de nuestros corazones. El honor, la dignidad y el respeto a la vida no son incompatibles con la firmeza ciudadana para desplazar a los poderosos de hoy y cambiar el rumbo de nuestra nación. Debemos salir con bien de la encrucijada del odio que se abre como un abismo ante nuestros pies. Ojalá que la muerte del adversario nunca nos saque una sonrisa, ni tan siguiera velada.
Vladimiro Mujica

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