ROBERTO GIUSTI | EL UNIVERSAL
martes 12 de junio de 2012 12:00 AM
Hace catorce años un Hugo Chávez exultante, vigoroso y delgado cautivaba a las masas con su discurso redentor. Acompañado de su joven y bella esposa, el mal gusto de sus liquiliqui verdes, con reminiscencias maoístas y su evidente ignorancia ante los temas fundamentales, quedaban eclipsados por una personalidad avasallante e irresistible.
Chávez era un fenómeno de la naturaleza que destrozaba partidos, arrastraba adhesiones y despertaba las más arrebatadas pasiones sobre la base de una insólita contradicción en un país que se consideraba democrático: había dado un golpe de Estado que, para colmo de males, resultó fallido y, peor aún, sangriento. La violencia se convertía en el disparador de una candidatura imparable y se ponía de manifiesto la debilidad de aquel mito según el cual la democracia era una característica tan arraigada en el venezolano que, por irreversible, se había incorporado al "ser" nacional.
La letal combinación del madrugonazo decimonónico y brutal, con el carisma de un advenedizo que se arropaba con los más rancios tópicos de la Vulgata marxista, disfrazada de Bolivarianismo y un olfato admirable para la seducción, sacaron a flote el ansia de revancha de unas mayorías preteridas. Era ese el Chávez justiciero, combinación de Bolívar con Lenin. La clase media, por su parte, compró al Chávez- Pérez Jiménez que venía a ponerle mano dura al hampa. Los empresarios creyeron en el Chávez nacionalista. Al final ¿no cantaba joropos? Mientras que los financistas de siempre vieron al Chávez torpe, ignorante y maleducado que sería un paseo manejar a su antojo. Todos quedaron defraudados.
Imposible (esto lo escribo el día de la inscripción) saber cómo fue la puesta en escena en la inscripción del candidato eterno (aunque nadie lo es). Pero pase lo que pase, seguro ustedes vieron y escucharon un Chávez envejecido, artificialmente gordo, lento, pesado, enfermo y penosamente previsible, en un discurso cuya única virtud haya sido la obligada brevedad.
Nada más alejado de aquel joven que respiraba vitalidad por todos los poros y encarnaba lo que para entonces se consideraba un futuro luminoso. Pero ya sabemos cuál ha sido el futuro que aquel joven militar golpista nos ofrecía con el encanto ingenuo de los recién llegados (¿acaso podía ser otro?). Y ya sabemos, también, que su peor enfermedad no es el cáncer sino una patológica ansia de poder que ni el peor de los males es capaz de refrenar. Por eso hay que ayudarlo a curarse. Primero de su padecimiento moral y luego del físico. Para eso es necesario pasarlo a retiro, hacerle entender que su hora ya pasó y debe abrirle el camino a quienes vienen atrás por el rescate de un país que hace rato despertó de la pesadilla y recobró el sentido común.
Chávez era un fenómeno de la naturaleza que destrozaba partidos, arrastraba adhesiones y despertaba las más arrebatadas pasiones sobre la base de una insólita contradicción en un país que se consideraba democrático: había dado un golpe de Estado que, para colmo de males, resultó fallido y, peor aún, sangriento. La violencia se convertía en el disparador de una candidatura imparable y se ponía de manifiesto la debilidad de aquel mito según el cual la democracia era una característica tan arraigada en el venezolano que, por irreversible, se había incorporado al "ser" nacional.
La letal combinación del madrugonazo decimonónico y brutal, con el carisma de un advenedizo que se arropaba con los más rancios tópicos de la Vulgata marxista, disfrazada de Bolivarianismo y un olfato admirable para la seducción, sacaron a flote el ansia de revancha de unas mayorías preteridas. Era ese el Chávez justiciero, combinación de Bolívar con Lenin. La clase media, por su parte, compró al Chávez- Pérez Jiménez que venía a ponerle mano dura al hampa. Los empresarios creyeron en el Chávez nacionalista. Al final ¿no cantaba joropos? Mientras que los financistas de siempre vieron al Chávez torpe, ignorante y maleducado que sería un paseo manejar a su antojo. Todos quedaron defraudados.
Imposible (esto lo escribo el día de la inscripción) saber cómo fue la puesta en escena en la inscripción del candidato eterno (aunque nadie lo es). Pero pase lo que pase, seguro ustedes vieron y escucharon un Chávez envejecido, artificialmente gordo, lento, pesado, enfermo y penosamente previsible, en un discurso cuya única virtud haya sido la obligada brevedad.
Nada más alejado de aquel joven que respiraba vitalidad por todos los poros y encarnaba lo que para entonces se consideraba un futuro luminoso. Pero ya sabemos cuál ha sido el futuro que aquel joven militar golpista nos ofrecía con el encanto ingenuo de los recién llegados (¿acaso podía ser otro?). Y ya sabemos, también, que su peor enfermedad no es el cáncer sino una patológica ansia de poder que ni el peor de los males es capaz de refrenar. Por eso hay que ayudarlo a curarse. Primero de su padecimiento moral y luego del físico. Para eso es necesario pasarlo a retiro, hacerle entender que su hora ya pasó y debe abrirle el camino a quienes vienen atrás por el rescate de un país que hace rato despertó de la pesadilla y recobró el sentido común.
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