JUAN GUERRERO | EL UNIVERSAL
jueves 14 de junio de 2012 04:20 PM
Entre los dones y aprendizajes fascinantes de la vida, el lenguaje es quizá la capacidad más trascendental que ha podido desarrollar el hombre para elevarse a la categoría de lo humano. Y esto es así porque las palabras no son sólo estructuras que pueden pronunciarse y escribirse, sino que también poseen esencia para visualizarse en realizaciones concretas, materializarse y por tanto, generar creación. Además, el lenguaje se modela y sigue patrones que otros copian. Por eso existen las sociedades, los grupos humanos que se integran más allá de realidades espacio-temporales, en gestos, expresiones, modales y otras manifestaciones del lenguaje verbal y no verbal, que a la larga cohesiona y da sentido de pertenencia a un lugar, a un territorio.
Por eso es tan delicado el lenguaje. Por eso uno de los vehículos que posibilita este acto transformador, la lengua, está tan escondida y protegida: tapada por los labios y encerrada entre los dientes. Y sin embargo, cuando abrimos la boca generamos actos de habla que, más allá de la secuencia oracional para hacernos entender, están los reforzadores corporales que fijan las palabras y las hacen permanecer más allá de los instantes que duraron nuestras secuencias acústicas, nuestro sonido, nuestro timbre y nuestras cadencias.
La vida ciudadana posee unos códigos mesurados en el discurso. Es generalmente de corte melódico razonado, por tanto tiende a ser más reposado. Los individuos que ejercen su ciudadanía tienden a ser personas que respetan al Otro diferente. La palabra del otro es para él motivo de interés, de reflexión, aunque no esté necesariamente de acuerdo en sus afirmaciones. La práctica de la ciudadanía exige por lo tanto un lenguaje, una estructura gramatical sobre un discurso que sea coherente con aquello que se práctica: el ejercicio de la libertad. Porque ejercer la ciudadanía es sinónimo de libertad. Y la libertad se practica en espacios donde la paz activa es un acto cotidiano que se ejerce en el uso de un lenguaje acorde con esa práctica. Por lo tanto, el lenguaje de la libertad es inclusivo y fomenta en la cotidianidad el ejercicio de la búsqueda constante de verdades que sean consensuadas y sometidas constantemente a la reflexión entre todos los individuos. La palabra entonces, permanentemente es renovada y brillan las verdades en acuerdos que llevan al ejercicio del poder-compartido y el trabajo grupal, donde se construye el protagonismo colectivo, como paradigma de los nuevos tiempos.
Y el tiempo actual es de una voz colectiva. Es el protagonismo del colectivo que señala al individuo lo que debe hacer y le da la responsabilidad de ejercer un cargo, por tiempo definido, específico. El lenguaje por tanto, tiene la impronta de un grupo, de seres humanos que poseen cadencias, ritmos, tonos y timbres de una sonoridad ética que orienta la dinámica social desde las coordenadas de un lenguaje dialógico, compartido y hermanado en la búsqueda permanente de la amplitud discursiva.
Resulta extraño, raro y obsceno que en pleno nuevo siglo XXI aún se continúe escuchando un lenguaje militarista, cargado de ruidos que construye una terminología obsoleta donde palabras, tales como "batalla", "campaña", "comando", "batallones", "milicias", "brigadas", "escuadrones", se combinen para aplicarse en la vida ciudadana y den la sensación de algo normal y corriente. Así las cosas, podemos encontrar programas, proyectos, empresas que poseen como principio alguno de estos términos: "La batalla de las ideas", "Comando eléctrico", "Milicias socialistas", "Campaña electoral".
Este lenguaje remite indudablemente al ejercicio de actos autoritarios en quienes ejercen el poder del Estado, presidente, ministros, gobernadores, alcaldes, entre otros, en la práctica de una ciudadanía que la convierte en manera autoritaria de vida. En actos de lenguaje y modos de vida caracterizados por una voz y unos modales cargados de fuerza corporal que en nada ennoblecen la razón de ser de una ciudadanía.
La práctica de la ciudadanía es contraria a la práctica del autoritarismo. No es posible ejercer actos ciudadanos cuando el liderazgo sociopolítico en el gobierno del Estado está marcado por actos autoritarios trazados por la vida militar.
En las sociedades nuevas cada vez es más raro encontrar militares ejerciendo oficios, labores ciudadanas. Ellos están cada vez más centrados en sus espacios y son vistos como seres de segunda categoría. Sólo necesarios para ejercer la fuerza bruta que ahora se disfraza con la tecnología y la robótica. Ellos son muestra de una antigua vida donde el maltrato al semejante era manera de ser cotidiana y por tanto, daba sensación de seguridad. Ahora la seguridad está en la razón, la verdad compartida y la palabra ejercida con serenidad y en paz.
Por eso es tan delicado el lenguaje. Por eso uno de los vehículos que posibilita este acto transformador, la lengua, está tan escondida y protegida: tapada por los labios y encerrada entre los dientes. Y sin embargo, cuando abrimos la boca generamos actos de habla que, más allá de la secuencia oracional para hacernos entender, están los reforzadores corporales que fijan las palabras y las hacen permanecer más allá de los instantes que duraron nuestras secuencias acústicas, nuestro sonido, nuestro timbre y nuestras cadencias.
La vida ciudadana posee unos códigos mesurados en el discurso. Es generalmente de corte melódico razonado, por tanto tiende a ser más reposado. Los individuos que ejercen su ciudadanía tienden a ser personas que respetan al Otro diferente. La palabra del otro es para él motivo de interés, de reflexión, aunque no esté necesariamente de acuerdo en sus afirmaciones. La práctica de la ciudadanía exige por lo tanto un lenguaje, una estructura gramatical sobre un discurso que sea coherente con aquello que se práctica: el ejercicio de la libertad. Porque ejercer la ciudadanía es sinónimo de libertad. Y la libertad se practica en espacios donde la paz activa es un acto cotidiano que se ejerce en el uso de un lenguaje acorde con esa práctica. Por lo tanto, el lenguaje de la libertad es inclusivo y fomenta en la cotidianidad el ejercicio de la búsqueda constante de verdades que sean consensuadas y sometidas constantemente a la reflexión entre todos los individuos. La palabra entonces, permanentemente es renovada y brillan las verdades en acuerdos que llevan al ejercicio del poder-compartido y el trabajo grupal, donde se construye el protagonismo colectivo, como paradigma de los nuevos tiempos.
Y el tiempo actual es de una voz colectiva. Es el protagonismo del colectivo que señala al individuo lo que debe hacer y le da la responsabilidad de ejercer un cargo, por tiempo definido, específico. El lenguaje por tanto, tiene la impronta de un grupo, de seres humanos que poseen cadencias, ritmos, tonos y timbres de una sonoridad ética que orienta la dinámica social desde las coordenadas de un lenguaje dialógico, compartido y hermanado en la búsqueda permanente de la amplitud discursiva.
Resulta extraño, raro y obsceno que en pleno nuevo siglo XXI aún se continúe escuchando un lenguaje militarista, cargado de ruidos que construye una terminología obsoleta donde palabras, tales como "batalla", "campaña", "comando", "batallones", "milicias", "brigadas", "escuadrones", se combinen para aplicarse en la vida ciudadana y den la sensación de algo normal y corriente. Así las cosas, podemos encontrar programas, proyectos, empresas que poseen como principio alguno de estos términos: "La batalla de las ideas", "Comando eléctrico", "Milicias socialistas", "Campaña electoral".
Este lenguaje remite indudablemente al ejercicio de actos autoritarios en quienes ejercen el poder del Estado, presidente, ministros, gobernadores, alcaldes, entre otros, en la práctica de una ciudadanía que la convierte en manera autoritaria de vida. En actos de lenguaje y modos de vida caracterizados por una voz y unos modales cargados de fuerza corporal que en nada ennoblecen la razón de ser de una ciudadanía.
La práctica de la ciudadanía es contraria a la práctica del autoritarismo. No es posible ejercer actos ciudadanos cuando el liderazgo sociopolítico en el gobierno del Estado está marcado por actos autoritarios trazados por la vida militar.
En las sociedades nuevas cada vez es más raro encontrar militares ejerciendo oficios, labores ciudadanas. Ellos están cada vez más centrados en sus espacios y son vistos como seres de segunda categoría. Sólo necesarios para ejercer la fuerza bruta que ahora se disfraza con la tecnología y la robótica. Ellos son muestra de una antigua vida donde el maltrato al semejante era manera de ser cotidiana y por tanto, daba sensación de seguridad. Ahora la seguridad está en la razón, la verdad compartida y la palabra ejercida con serenidad y en paz.
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