En: Recibido por email (http://ibsenmartinez.com/archives/1819)
Ibsen Martinez
Es necesario ser un buen orador para ganar la presidencia de Venezuela?
Esta pregunta la sugiere el reparo más frecuente que se le hace a Henrique Capriles. Para decirlo compasivamente, “el flaco” no tiene inventiva retórica; no acuden a su verbo imágenes de poder hipnótico. No tiene lo que el vulgo da en llamar “labia”.
Lo cual en modo alguno significa que sea mudo, que le haya resultado imposible hacerse entender todos estos años ni, mucho menos, que su mensaje deje de movilizar a los cada vez más vastos sectores del país que se allegan a la idea de votar resueltamente por él en octubre.
¿Cómo explicar el fenómeno de migración del voto otrora chavista hacia el candidato opositor que se viene anunciando, sin necesidad de encuestas, en cada gira “casa por casa” si, tal como sabemos, Capriles no es un Néstor, el gran orador de la mitología griega? Para ser franco, explicarlo no es el propósito de este artículo, aunque no me falten ideas sobre el tema.
Me importa más examinar la superchería, muy favorecida hoy día por más de un sedicente “analista”, de que sin oratoria no se va a ninguna parte.
Esa superchería guarda estrecha relación con la otra superstición favorita de los encuestadores-opinadores: la de que existe una indisoluble “conexión emocional” entre Chávez y los desdentados de la tierra, nunca descrita ni caracterizada por los Sabios Caballeros de la Gran Orden del Power Point.
Para empezar, acordemos qué quiere decirse con “oratoria”, qué echamos de menos cuando decimos “Fulano no es buen orador”. El diccionario de la Real Academia Española de la Lengua define “oratoria” como el “arte de hablar con elocuencia”. La elocuencia, a su vez, y siempre según el RAE, es la “facultad de hablar o escribir de modo eficaz para deleitar, conmover o persuadir”. Tengo para mí que la idea fija de que para ganar el voto es preciso conmover ha descaminado el juicio de quienes insisten en hablarnos de un presunto indisoluble lazo emocional con los más desposeídos. Yo pondría acento en persuadir.
Por implicación, tales lazos emocionales serían lo que Chávez invoca cada vez que canta desafinadamente su corto repertorio de Alí Primera y Reynaldo Armas, dice un chascarrillo para extorsionar la risa de sus paniaguados ministros, apostrofa denigrantemente a sus adversarios, reparte obscenidades, imparte dislates sobre el universo y sus leyes, exalta la ciencia infusa y la sabiduría política de su abuela, proclama amor imperecedero por Fidel Castro y gratitud a la prodigiosa medicina cubana, conmina a la Fiscalía a actuar contra un adversario, al ordena al Tribunal Supremo a fallar como a él le venga en gana, vaticina el fin del capitalismo, hace profesión de fe católica con expresiones y ademanes de televangelista protestante, amenaza con la guerra civil, suplica lagrimosamente al Altísimo que prolongue su vida un sexenio más, etc, etc. Si eso es “oratoria”, entonces mi abuela fue pitcher relevo de los Indios de Cleveland.
Orador fue Lincoln, cuyo discurso de Gettisburg sigue siendo modélico por breve y turbador. Para orador, Jorge Eliécer Gaitán. Orador fue Unamuno, señores, que días antes de morir, en pocos sosegados minutos denunció para siempre la barbarie del franquismo. Llegado aquí, propongo al lector un ejercicio: quítele usted a Chávez la chequera y dígame que quedan de él y su disparatada torrentera de palabras.
Acertó: sin la petrochequera, el paciente terminal más sano del mundo no es más que un animador de toros coleados en las fiestas patronales de Achaguas. El tipo que no suelta el micrófono, que solicita “por favor, el dueño de la Gran Cherokee que la mueva porque está trancando la salida del camión de cerveza”. Lo que tan desahogadamente los encuestadores-opinadores llaman “lazos emocionales” no es más que la chequera del petroestado populista, nuestra particular advocación del “ogro filantrópico”, cabalmente descrita por Octavio Paz.
Me apresuro a hacer notar que no es pedir demasiado a nuestros encuestadores-hacedores-de-opinión que se expliquen mejor cuando campanudamente sueltan sus imprecisiones sobre impalpables “lazos emocionales”. Los sentimientos morales, en especial los que obran masivamente en política, pueden ciertamente describirse: lo hicieron, y muy bien, Adam Smith y Federico Nietszche, por citar sólo a dos pensadores que no vendían pronósticos electorales envueltos en vaporosas vaguedades. ¡Lazos emocionales, ja! Eso no lo cree ya ni el mismísimo Chávez, el charlatán mayor.
Es muy fácil parecer un orador de gran alcance cuando obligas a la población a soportar tu perorata durante horas en cadena de radio y televisión.
Pero una vez has perdido el crédito que otrora te otorgó la mayoría, gracias a catorce años de desgobierno, latrocinio, atropello, ineptitud y, ¡oh sí!, de inflamada e interminable perorata televisada, quien salga a pedir el voto personalmente, casa por casa, elector por elector agraviado por la tasa de criminalidad, acorralado por la inflación y el desempleo, y lo haga con palabras sencillas que hablan de futuro y de progreso y no del pasado y de la muerte, ése tiene la ventaja.
¿Alguien quiere apostar
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