RICARDO COMBELLAS| EL UNIVERSAL
martes 3 de junio de 2014 12:00 AM
Las recientes elecciones colombianas han puesto en el tapete una vez más la pertinencia de la doble vuelta. Dos candidatos presidenciales, Zuluaga y el presidente Santos, obtuvieron en este orden las primeras mayorías, con un margen entre ellos estrecho pero suficientemente alejado del resto de los candidatos. Una situación ideal para la justificación de la doble vuelta, también conocida como balotaje, expresión de origen francés en reconocimiento a la nación donde se institucionalizó la figura. En efecto, el electorado colombiano se fragmentó en diversas opciones, todas ellas precarias en número de votos, a lo que se sumó la alta abstención, calculada en un sesenta por ciento del padrón electoral. En una segunda vuelta electoral, próxima a realizarse, los electores decidirán la opción presidencial entre los candidatos arriba mencionados.
El Presidente de la República es el magistrado central en torno al cual gira la institucionalidad democrática en nuestros sistemas de gobierno presidencial, absolutamente predominantes en nuestra América Latina. Parafraseando la metáfora bolivariana, el Presidente es (yo diría, para bien o para mal) como el sol, que firme en su centro, da vida al universo. Ante la significación del hecho de ser el Presidente al unísono Jefe de Estado y Jefe de Gobierno, el balotaje no pretende otra cosa que fortalecer el piso de su legitimidad de origen, pues el alto funcionario da inicio a su gobierno con un apoyo popular sustancial, pues será electo, sea con la mayoría absoluta de los sufragantes, sea con una mayoría relativa calificada, dependiendo esto de la modalidad que adopten las constituciones sobre el particular.
La introducción del balotaje en los sistemas políticos latinoamericanos ha sido paulatina y altamente beneficiosa para la gobernabilidad democrática. En efecto, progresivamente, sobre todo a partir de la ola democratizadora que se desarrolló luego del desplome de las dictaduras militares en los años ochenta, los procesos constituyentes de la región incorporaron el balotaje a sus constituciones, de manera especial para la elección del primer magistrado nacional. Su funcionamiento ha sido exitoso, de tal manera que podemos afirmar, sin ningún tipo de dudas, que ha enraizado para bien en el entramado institucional republicano.
Por lo menos desde principios de los noventa, época en que se comenzó a debatir la pertinencia de adelantar una reforma constitucional en Venezuela, uno de los puntos que se incorporó a la agenda de discusión fue precisamente el balotaje presidencial. El consenso en torno a la figura se fue consolidando con el paso del tiempo, cuando arribamos al momento de las decisiones con la convocatoria de la Asamblea Nacional constituyente el año 1999. Tanto el presidente Chávez como su partido, el Movimiento V República, habían hecho del balotaje una bandera política, y por ende se incorporó como un punto central del proyecto de Constitución. Intempestivamente, abierto el debate, la mayoría hegemónica de la Asamblea, sin mayores argumentos que justificaran tan radical cambio de posición, rechazó la doble vuelta, manteniendo el cuestionado método de elección presidencial por mayoría relativa, denostado en su momento por ellos como un mal de la llamada IV República. Fue una actitud descarada e inconsecuente, pues por razones puramente utilitarias vinculadas a la política del control hegemónico del poder, se echaba por la borda una figura que en la actualidad, dada nuestra turbulenta historia reciente, hubiese mostrado sus indudable bondades para bien de la libertad y la democracia.
Una próxima reforma constitucional en Venezuela debe incorporar el balotaje presidencial como un punto central de su agenda de cambios. Hagamos votos porque tenga la fortuna que no tuvo el año de 1999, año en que se trastornaron sus nobles propósitos en aras de la satisfacción de oscuras pretensiones de poder.
El Presidente de la República es el magistrado central en torno al cual gira la institucionalidad democrática en nuestros sistemas de gobierno presidencial, absolutamente predominantes en nuestra América Latina. Parafraseando la metáfora bolivariana, el Presidente es (yo diría, para bien o para mal) como el sol, que firme en su centro, da vida al universo. Ante la significación del hecho de ser el Presidente al unísono Jefe de Estado y Jefe de Gobierno, el balotaje no pretende otra cosa que fortalecer el piso de su legitimidad de origen, pues el alto funcionario da inicio a su gobierno con un apoyo popular sustancial, pues será electo, sea con la mayoría absoluta de los sufragantes, sea con una mayoría relativa calificada, dependiendo esto de la modalidad que adopten las constituciones sobre el particular.
La introducción del balotaje en los sistemas políticos latinoamericanos ha sido paulatina y altamente beneficiosa para la gobernabilidad democrática. En efecto, progresivamente, sobre todo a partir de la ola democratizadora que se desarrolló luego del desplome de las dictaduras militares en los años ochenta, los procesos constituyentes de la región incorporaron el balotaje a sus constituciones, de manera especial para la elección del primer magistrado nacional. Su funcionamiento ha sido exitoso, de tal manera que podemos afirmar, sin ningún tipo de dudas, que ha enraizado para bien en el entramado institucional republicano.
Por lo menos desde principios de los noventa, época en que se comenzó a debatir la pertinencia de adelantar una reforma constitucional en Venezuela, uno de los puntos que se incorporó a la agenda de discusión fue precisamente el balotaje presidencial. El consenso en torno a la figura se fue consolidando con el paso del tiempo, cuando arribamos al momento de las decisiones con la convocatoria de la Asamblea Nacional constituyente el año 1999. Tanto el presidente Chávez como su partido, el Movimiento V República, habían hecho del balotaje una bandera política, y por ende se incorporó como un punto central del proyecto de Constitución. Intempestivamente, abierto el debate, la mayoría hegemónica de la Asamblea, sin mayores argumentos que justificaran tan radical cambio de posición, rechazó la doble vuelta, manteniendo el cuestionado método de elección presidencial por mayoría relativa, denostado en su momento por ellos como un mal de la llamada IV República. Fue una actitud descarada e inconsecuente, pues por razones puramente utilitarias vinculadas a la política del control hegemónico del poder, se echaba por la borda una figura que en la actualidad, dada nuestra turbulenta historia reciente, hubiese mostrado sus indudable bondades para bien de la libertad y la democracia.
Una próxima reforma constitucional en Venezuela debe incorporar el balotaje presidencial como un punto central de su agenda de cambios. Hagamos votos porque tenga la fortuna que no tuvo el año de 1999, año en que se trastornaron sus nobles propósitos en aras de la satisfacción de oscuras pretensiones de poder.
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