Antonio Sánchez García
1 Julio, 2014
“Chiringuito: Quiosco o puesto de bebidas y comidas sencillas, generalmente situado al aire libre”. Clave, Diccionario de iuso del español actual.
Cualquier hombre de negocios serio y responsable no pondría un centavo en la Venezuela de hoy, carente de todo ordenamiento jurídico y pasto de la voracidad de la más inescrupulosa camarilla militar civil, que controla absolutamente todos los poderes y dispone a su antojo y según los caprichos que le dictan sus bolsillos lo que sea o no sea permitido en el país, lo que pueda o no pueda ser invertido y el alcance de las ganancias propias de una, cualquiera sea su monto. Sobran los ejemplos y son, precisamente, ejemplarizantes. ¿Podría un empresario de la aeronáutica civil pretender invertir en una línea aérea en un país en donde no se respetan los acuerdos cambiarios y el intercambio entre el sector público y el sector privado está regido por el filibusterismo más gansteril de la historia de América Latina? Ni en Cuba.
De allí no sólo mi sorpresa al enterarme de que lo que ABC de Madrid llama “un chiringuito” – diminutivo de un diminutivo, pues chiringuito procede de chiringo, “fragmento de algo” según el Diccionario de Uso del Español actual, de María Moliner – ha adquirido una empresa venezolana en 90 millones de euros, sino que esa empresa nada tiene que ver con el petróleo o cualquier otro ramo de la minería, sino que es parte del negocio hoy por hoy menos rentable del panorama económico venezolano: medios de comunicación. ¿Quién podría interesarse en invertir nada más y nada menos que el equivalente a 122,4 millones de dólares en un medio que, al momento de su venta, prácticamente sin ganancias, debía ser mantenido con vida con transfusiones mensuales de liquidez para pagar su funcionamiento equivalente a los trescientos mil dólares en gastos a fondo perdido?
No soy experto en economía, pero quisiera que alguien con elemental conocimiento del mundo de negocios y avalúos me dijese cuál es el valor real de El Universal, de Caracas. Dudo que llegue a la décima parte de ese valor. Como tampoco la televisora Globovisión debe alcanzar en valor real el 10% de los 65 millones de dólares que un grupo de recién nacidos empresarios pusiera sobre la mesa para agregarla a su cartera de bienes. No hablemos de la joya de la corona, el periódico de mayor circulación nacional, escorado desde los comienzos mismos del presente régimen hacia su abierta y desenmascarada defensa, publicitaria e ideológicamente en manos de un periodista de la trasnochada izquierda marxista, Maduro dixit.
Pero más que asombrarme el hecho más que evidente de que la adquisición de esos tres medios nada tiene que ver con la dialéctica inversora capitalista – nadie invierte en un perro muerto – me asombra la ingenua cara de interrogación que suelen poner los periodistas, particularmente los que hacen vida o ya dejaron de hacerlo en dichos medios porque por elementales y obvias razones no cuadraban con el verdadero propósito de las adquisiciones, cuando se preguntan por los nombres y perfiles de los verdaderos compradores venezolanos, aquellos que están detrás de esos chiringuitos buhoneriles madrileños, newyorkinos o londinenses que sirvieron de mampara para las operaciones de compraventa. Por cierto: protegiéndose de la manera más burda y criminosa de cualquier revelación del santo milagrero que les llenó la cartera más allá de todo lo imaginable a sus antiguos dueños y a sus testaferros para que abandonaran las trincheras que, helàs, fueran dichos medios en la lucha por el Poder en la Venezuela del castrochavismo.
Marx criticaba la avaricia de los capitalistas, capaces de fabricar y vender por codicia la cuerda con la que serían ahorcados. Pero jamás imaginó una revolución que en lugar de expropiar los medios, los adquiere por diez veces su valor. Es cierto que los Estados Unidos financiaron la compra de altos oficiales batistianos para que depusieran las armas y escaparan al exilio, abriéndole el camino hacia el Poder a “la gloriosa epopeya de los hermanos Castro y el Ché Guevara” que ellos, brutalmente ingenuos, torpes y miopes, juraban era “una revolución democrática y liberal”. Toda guerra nada en corrupción e inmundicia. Y esa no fue la excepción. Pero el mismo Castro, lejos de gastar un peso en comprar medios los expropió de una sola zampada. Con el saldo de más de un suicidio de los cegatones que se enteraron demasiado tarde del triste papel que jugaran como compañeros de ruta del asalto al Poder, como el director de Bohemia.
Ni la familia Zuloaga, ni la de Mata ni ninguna otra corrió o correrá ese riesgo. En este campamento salvaje de forajidos y llaneros salvajes, las revoluciones son cortadas por otras tijeras: si las circunstancias lo exigen, no se vence a la burguesía, se la compra. Lo cual conduce a una evidente constatación: esos tres medios propiamente burgueses los compraron testaferros de los únicos poderes existentes en Venezuela; los de las cabezas de tribus boliburguesas Diosdado Cabello y Nicolás Maduro. Tras de los cuales, ese turbio, fétido y contaminante pantano de inmundicias en que nadan generales y empresarios, banqueros y financistas, las ambiciones y las agallas de nuevas generaciones que quieren cumplir el sueño americano: tener un millón de dólares a los 25 años. La voracidad tiburonesca y el hambre de fortuna que, aunque de vieja data, ha recrudecido a niveles cósmicos en la revolución más denigrante, inmoral y corrompida que haya existido no sólo en Venezuela, sino en toda América Latina. Si no, en el mundo.
Como diría Cervantes, “más vale no menealle”. O como lo haría Shakespeare: “the rest is silence”.
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