Angel Alayón
Cada vez que un venezolano muere
asesinado somos menos país. La vida de Kluiverth Roa duró apenas algo
más de 14 años. Un policía apretó el gatillo de su arma de fuego y le
voló la cabeza y sus sueños.
El policía asesinó al estudiante, pero
él no fue el único que disparó. En la política no se convoca a la muerte
en vano: las palabras de odio siempre terminan en detonaciones y en el
luto inconsolable de padres, madres, hermanos, hijos…
Un asesinato nunca es un hecho aislado,
menos aún si proviene a manos de un uniformado. Un asesinato es,
siempre, un hecho totalizador, binario y definitivo, que afecta a uno y
al mismo tiempo a todos, que nos hace vivir menos.
La condena ante este hecho debe ser
absoluta. No sólo se trata del juicio contra el asesino. Se trata, en el
fondo, de la reconstrucción de la posibilidad democrática, que es
también la posibilidad de la justicia. Se trata de que se pueda
protestar en paz; de que los policías entiendan que quienes protestan no
son sus enemigos, sino ciudadanos que, como ellos, buscan un mejor
país; de que no haya que buscarle justificaciones a la desgracia, de que
no se relativice el dolor, de que las estadísticas no oculten la
verdad.
Se trata de que nadie instigue al odio,
especialmente desde el poder, pues allá reside —o debería residir— el
monopolio de la violencia. Y los discursos hechos desde el poder suelen
tener consecuencias.
Se trata de que no se partidice la
muerte, porque esa es su forma de multiplicarse. Y de que no haya
impunidad, porque la impunidad es el otro nombre de la muerte.
El papá de Kluiverth ha dicho que no
confía en la justicia venezolana y que deja todo en manos de Dios. Ya
nadie podrá devolverle a su hijo y uno desea que encuentre amparo en su
fe, pero debemos asumir que no será ninguna deidad la que devuelva la
confianza a las instituciones. Eso nos corresponde a los ciudadanos.
Para evitar más casos como el de Kluiverth. Para evitar más sueños
rotos.
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