Boris Muñoz
La detención arbitraria del Alcalde Mayor
de Caracas, Antonio Ledezma, bajo señalamientos de conspiración, marca
un hito crucial en el progresivo –y ya casi definitivo– estrangulamiento
de la pluralidad democrática en Venezuela. Por el despliegue de
brutalidad fascista y el desconocimiento del debido proceso, el caso de
Ledezma, una autoridad democráticamente electa, puede ser más grave aún que el de Leopoldo López,
dirigente de Voluntad Popular, acusado de instigar la violencia popular
para derrocar a Maduro. El gobierno ha amenazado con seguir deteniendo
líderes opositores en su simulacro de desmontaje del llamado “golpe
lento continuado”. Hay que tomarle la palabra, porque es muy probable
que la cumpla.
Se puede argumentar que se trata de una
estratagema para ocultar los graves problemas del país y el colapso de
la economía. También que Maduro está golpeando a la oposición para
desmoralizarla aun más de cara a unas elecciones parlamentarias que en
este momento el chavismo perdería con toda seguridad. El sorpresivo
anuncio de Maduro de que las parlamentarias serán en julio convalida esa
hipótesis. Todo eso es válido discutirlo. Sin embargo no es lo central.
Lo que se está dirimiendo en realidad es el futuro del sistema político venezolano.
En los últimos dos años el régimen chavista ha ido mutando de manera gradual, pero muy acentuada e indetenible.
Si con Hugo Chávez se le podía definir como un régimen híbrido dentro
de la categoría de los autoritarismos competitivos, cada vez queda menos
duda de que la competencia democrática está siendo reemplazada por un
régimen de facto. A Chávez se le solía criticar y llamar dictador por su
control personalista de las instituciones públicas y su excesivo
intervencionismo en la economía. Pero estos calificativos siempre debían
ser contrastados con la celebración de las elecciones. Ciertamente,
muchas servían de validación ritual de los abusos caudillistas de
Chávez, pero lo hacían en un contexto de pluralidad partidista y
política relativa.
Esto ha dejado de ser así. Con la
represión masiva desatada a raíz de las protestas del año pasado, el
gobierno propinó un golpe descomunal a los derechos políticos y civiles.
Pero se trataba solamente de un episodio en una larga cadena. Ya antes
había dado señales de un cambio sistémico con el deliberado
deslindamiento de los mecanismos regionales de protección de Derechos
Humanos en 2013. Esta medida, grave en sí misma, fue aparejada por la
creación del Centro Estratégico Para la Protección de la Patria (CESPPA).
Ambas cosas indicaron que el gobierno estaba simultáneamente
apartándose del orden internacional y creando instrumentos legales que
eventualmente permitirían imposición de un Estado de Excepción bajo el
argumento de una conjura conspirativa de enemigos internos y externos.
La campaña de propaganda fascista calificando a los principales líderes
opositores —Henrique Capriles, María Corina Machado y Leopoldo López—
como la Trilogía del Mal, fue la expresión de estos dos pasos en el
campo político.
Luego de revisar estas referencias,
nadie debe sorprenderse de que hoy Maduro invoque la existencia de un
eje golpista Miami, Madrid y Bogotá para darle otra vuelta de tuerca al
argumento de la conspiración. En términos de teorías conspirativas, el
chavismo ha sido increíblemente productivo. Ya en 1999, cuando aun se
encontraba en su luna de miel con los votantes y los medios, Hugo Chávez
denunció que un campesino, bajo órdenes de la oposición, planeaba
matarlo durante una visita al estado Bolívar. El hombre fue detenido y
liberado al poco tiempo después de demostrarse que sólo portaba el arma
para ir de cacería. Meses después del golpe de 2002, Diosdado Cabello
denunció que las fuerzas de inteligencia habían descubierto un plan para
asesinar a Chávez volando el avión presidencial con una bazuca AT-4 de
fabricación danesa. Ese fue apenas el principio de la incurable adicción
chavista a las tramas conspirativas.
En 2013, una investigación del diario Últimas Noticias
demostró que en 14 años de chavismo se habían denunciado 63
conspiraciones e intentos de magnicidio. En apenas los dos años de
Maduro ya van 16. Desde machetes y pistolas hasta rayos láser e
inyecciones capaces de inducir el cáncer, las armas con que estos planes
criminales serían llevados a cabo varían salvajemente. Pero el elenco
de sospechosos detrás de ellos es curiosamente reducido: grupos
paramilitares, terroristas ancianos como Luis Posada Carriles, ex
presidentes obsesionados con derrocar a Chávez como Álvaro Uribe y
George W. Bush; todos supuestamente actuando bajo la batuta magnicida de
la oposición, la oligarquía y los medios venezolanos.
El hecho más notable es, sin embargo,
que en ni una sola de estas conspiraciones ha sido demostrada con
pruebas suficientes y convincentes.
Conviene incluso recordar que en mayo de
2014, Maduro denunció otro plan magnicida. Igual que ahora, Jorge
Rodríguez prometió pruebas “contundentes” que no presentó. Prominentes
chavistas como Vladimir Acosta expresaron su incredulidad diciendo que
las pruebas presentadas no eran suficientemente sólidas para hablar de
un plan para asesinar al presidente. La declaración causó revuelo en las
filas chavistas. Maduro respondió prometiendo “nuevas pruebas”,
grabaciones y videos de “conversaciones graves”. Todavía las estamos
esperando.
Ahora Maduro recicla esa conspiración,
de la que supuestamente formó parte el teniente coronel retirado José
Gustavo Arocha Pérez, como pretexto para nuevas detenciones de líderes
opositores. Su propósito es triple. Primero, busca avanzar de manera
decidida el desmantelamiento del liderazgo opositor para reducir la
posibilidad de que los líderes de la oposición logren unirse para
afrontar las elecciones parlamentarias. Secundariamente, intenta atizar
el estado de crispación política para que la base chavista, movida por
la amenaza del enemigo externo-interno, cierre filas en torno al
gobierno. Tercero, aspira a disimular el ajuste económico corriendo una
cortina de humo para distraer la atención de los problemas cotidianos
que vive el país y ganar tiempo y respaldo suficiente para sobrevivir a
las elecciones parlamentarias.
Los dos primeros propósitos son
indispensables para lograr el tercero. Esa es la razón principal por la
cual se ha demorado la implementación del verdadero ajuste económico con
una sucesión de medidas parciales que postergan su devastador impacto
que tendrá en la población.
La cada vez más reducida troika que
gobierna Venezuela sabe a la perfección que la supervivencia del régimen
chavista depende del estrecho control institucional que ejerce el
ejecutivo a través de la Asamblea Nacional. Ésta determina en alto grado
la composición del resto de los poderes públicos y sólo si es
controlada por el chavismo obedecerá las líneas dictadas por la troika.
Si la oposición lograra conquistar la Asamblea Nacional, terminaría por
arrancarle el control de los poderes al chavismo con lo cual los días de
su dominio vertical estarían contados.
Es evidente que Maduro y sus compañeros
de trapacerías saben que ha llegado la hora de las chiquiticas y que su
único camino es extremar posiciones. En términos militares, están
preparándose para ir a las trincheras, un territorio que por la impronta
marcial del chavismo creen dominar. Esto significa que tienen
conciencia de que la única forma de conservar el poder es neutralizando a
la oposición a toda costa, sacándola incluso del juego si es necesario,
aunque esto conlleve dramáticos efectos colaterales como forzar una
salida de fuerza que aparte a Venezuela ya abiertamente del sistema
democrático y de la comunidad de naciones latinoamericanas. Este
mecanismo ya se ha puesto en marcha.
Pero vista en ese contexto amplio, la detención del alcalde Antonio Ledezma
es sólo una sonda usada por el gobierno para medir la tolerancia
nacional y regional hacia sus acciones. Ha cruzado la línea acercándose
aun más a una dictadura tradicional, pero aun a manera de tanteo.
Si esta acción es protestada
enérgicamente por los presidentes latinoamericanos Maduro, casi con
seguridad, retrocederá. De lo contrario, avanzará de modo más resuelto
inhabilitando políticamente a la oposición. Si la oposición responde de
forma inadecuada —por ejemplo, con protestas tipo guarimba— el gobierno
podría usar esa respuesta como pretexto para dar un paso definitivo
declarando un estado de excepción como mecanismo para detener al resto
de sus principales líderes, ilegalizarla y legitimar un gobierno de
facto. Es por eso que los próximos días son cruciales tanto para América
Latina como para Venezuela.
A la región le costó mucha sangre, sudor
y lágrimas desterrar las dictaduras y la violación constante y rampante
de derechos civiles y humanos para que ahora vuelvan ante la mirada
indiferente de los responsables de velar por la democracia. La oposición
partidista también ha hecho un enorme esfuerzo por contener a sectores
recalcitrantes y proclives a las salidas antidemocráticas. Lo que ha
hecho el gobierno deteniendo a Ledezma es colocarla una vez más en una
esquina y contra las cuerdas. Si reacciona con desesperación y
precipitación corre el riesgo de echarlo todo por la borda. Lo contrario
es lo aconsejable: una acción cohesiva y cautelosa.
La piedra angular de la actuación
opositora debe basarse en comprender un hecho simple. El problema más
grande para el gobierno es que al morir Chávez no solo colapsó el modelo
económico sino que también murió el sueño que alentaba al chavismo: se
les murió el amor de tanto abusarlo. La población que apoyó a Chávez,
adorándolo y votando por él, apenas comienza a darse cuenta y lentamente
demuestra su inconformidad. Con el actual estado de cosas y las
irremediables carencias de sus líderes, es muy difícil que la troika
chavista logre revertir ese despertar. Más: ese hecho entraña un cambio
cultural que es preciso tomar en cuenta para integrarlo en el desarrollo
de una estrategia opositora que ponga en discusión otros valores (no
solo los de la élite, por cierto) e incorpore a otros actores sociales y
políticos, como los sindicatos, organizaciones sociales y factores
democráticos del chavismo. Aunque es evidente que un cambio cultural no
cristalizará de la noche a la mañana, ya la batalla no es por el voto,
sino por la mente y los corazones. Y nunca antes la oposición había
tenido frente así una escenario para producir avances sustanciales y
ganarla.
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