Federico Vegas
No preguntes dónde están tus líderes:
pregunta dónde están tus presos, pues allí se encuentran tus líderes. El
que no está preso, lo estará. O lo estuvo. O convive diariamente con
esa amenaza.
Escribo un ensayo sobre un discurso del Papa Francisco y se lo envío a mi hija. Ella lo lee y me escribe: “Está bien, pero no es como para que te metan preso”.
Primero me pregunto si su crítica es
graciosa o cruel. Pronto acepto que ambos sabemos que esa es ahora la
única medida de la verdad, el lugar al cual llega y donde es recogida
para intentar encerrarla.
El preso es la realidad que concreta lo
irreal, que ilumina lo oscuro, que dibuja lo difuso. Uno se pregunta:
“¿Qué es Venezuela? ¿Una democracia o una dictadura?” Y la respuesta
conduce a nada, pues hay una más evidente y determinante: “Venezuela es
un país donde estamos presos”.
Unos lo sienten como una asfixia, como
una imposibilidad, como un miedo a salir de casa y a regresar horas más
tarde, como una opresión creciente, como un estancamiento próximo a la
parálisis, como posibilidades que van desapareciendo, como un orquestado
absurdo, como unas mentiras cada vez más enloquecidas, como una
ausencia de memorias y cuentas, como la imposibilidad de saber qué
sucede realmente, como una falta crónica de justicia, de equilibrio, de
razón, de expresión, de esperanza, de destino. Estamos hablando de
sensaciones que quizás logran aplacarse con alguna pequeña conquista, o
hacerse divertidas cuando el mismo dolor las transforma en un lance
gracioso. Simone Weil describe hasta dónde pueden llegar estos estados
de abatida perplejidad:
“Aquellos cuya
ciudad había sido destruida, a quienes se llevaban como esclavos, no
tenían ya pasado ni porvenir. ¿Con qué objeto podían llenar sus
pensamientos? Con engaños, y de los más ínfimos; con las codicias más
lastimosas, quizás más dispuestos a desafiar la crucifixión por robarse
un pollo que a la muerte en el combate por la defensa de su ciudad.
Seguramente que de otro modo esos atroces suplicios no hubieran sido
necesarios”.
Quien escriba o actúe para buscar ese
“otro modo” que hará innecesarios esos “atroces suplicios” sólo sabrá
que está actuando en la dirección correcta cuando esté preso o enfrente
la amenaza real de estarlo. Y para el preso no se trata de sensaciones,
sino de hechos precisos que definen lo más elemental de nuestra
condición humana, pues no podrá hacer el amor con el ser que ama, no
podrá jugar con sus niños ni despertarlos para ir al colegio, ni asistir
a sus padres en la enfermedad o en la muerte, ni conversar con sus
amigos una tarde cualquiera al salir del trabajo, ni caminar por la
ciudad o contemplar un buen aguacero, para no hablar de un sol
inexistente.
Todos conocemos de cerca o de lejos a
alguien que está preso. Si es un ser querido, un hermano, un hijo, un
padre o una madre, estaremos muy cerca de palpar hasta dónde llega el
significado de estar en una prisión. La medida de nuestro amor será
también la de nuestra empatía. Otras veces el preso que nos concierne es
una figura remota, que respetamos o tiene nuestra simpatía; o
simplemente nos proyectamos en lo que representa, en la misma
simplicidad de su vida de estudiante o ama de casa. Y así llegamos a
decirnos: “Yo podría estar allí”, sin saber muy bien dónde y cómo se
encuentra ese ser de quien apenas conocemos el apellido y, quizás, una
foto.
Esta piedad debemos extenderla al victimario, pues él también se encuentra preso, aunque sea en un infierno muy distinto.
Lo comprendí cuando vi al presidente Maduro blandiendo una página de El Nacional
y asegurando que allí estaba la prueba de un golpe de Estado y de un
intento de magnicidio, pues su publicación era la señal para que los
conjurados iniciaran su plan de ataque. Si es verdad tal conjura, su
vida corría y corre peligro. Si es mentira, corre peligro su conciencia y
está construyendo febrilmente una prisión a su alrededor. Una prisión
de la cual será difícil salir, pues él mismo deberá mantenerla viva con
cadenas cada vez más extensas y pesadas.
Y las mentiras son insaciables cuando intentamos alimentarles una discreta y sostenida semejanza con la verdad.
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