Editorial El Nacional
El mandatario nacional no es médico ni Fidel Castro tampoco, de manera que los diagnósticos que han pronunciado a dúo en público sobre el padecimiento del jefe del Estado venezolano no han sido sino engañifas, mentiras teledirigidas desde La Habana con el único y exclusivo afán de enturbiar las aguas y negarle a los ciudadanos de este país el conocimiento de la verdadera condición de la salud presidencial.
Si el Presidente está enfermo, como cualquier ser humano, pues no se va a acabar el mundo; y si, como está comprobado, sufre de cáncer debe someterse a un tratamiento de largo plazo que pueda devolverle la salud y sus plenas facultades. No se va a curar de la noche a la mañana. Miles de venezolanos han pasado por este trauma y por esta cercanía de la muerte cuando se les ha informado que tienen un tumor maligno. Muchos han vencido esa condición y otros lamentablemente no han corrido con tan buena suerte, pero lo que sí es cierto es que no han hecho de su enfermedad un carnaval, con saraos y desfiles públicos.
El cáncer es más bien un motivo de preocupación privada, que obliga a una actitud firme, serena y seria. Si por alguna razón la persona que lo sufre tiene una relevancia pública, pues lo correcto es no andarse por las ramas y dar por sentado, desde un principio, los alcances de su enfermedad sin alharacas ni shows mediáticos. En estos casos funciona la solidaridad inmediata de los venezolanos. Pero, si la persona que la está enferma usa su padecimiento para manipular a los demás o sacarle provecho político a algo tan serio como el cáncer, esta situación se puede convertir en un bumerang de consecuencias imprevisibles. Una cosa es la solidaridad y otra muy diferente la de sentirse utilizado por la maquinaria de propaganda oficialista.
Y eso es lo que está sucediendo en este caso, para desgracia del Gobierno y del propio enfermo. El Presidente se marcha al exterior en medio de una fanfarria que desconcierta al país, que obliga a pensar a los ciudadanos hasta qué punto está consciente el mandatario de los peligros que su enfermedad conlleva.
Parte como quien va de vacaciones y no en calidad de enfermo, de ser humano que, como todos, estamos expuestos al azar de la vida y de la muerte. Se va dentro del más insólito desprecio por los profesionales de la medicina en Venezuela y en América Latina. Ni siquiera confía en Brasil, país de su íntimo aliado Lula da Silva.
Se pone en manos de los médicos cubanos que dejaron lisiado para siempre a Fidel Castro, algo que no logró ni la CIA luego de tantos y tan frustrados intentos. Y lo que es peor: ya en sus anteriores intervenciones quirúrgicas en La Habana, al mandatario nacional le hicieron una escabechina que lo obligó a nuevos y sucesivos tratamientos.
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