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Ricardo Escalante, Texas
Hay escritores con destreza para hacernos sufrir con sus cuentos, para llevarnos y traernos por situaciones enrevesadas de enorme realismo. Son técnicas difíciles de aprender y manejar, en las cuales los desprevenidos lectores caemos en un hechizo fatal del cual solo podemos salir al llegar a la última palabra. A veces inclusive esas situaciones nos siguen dando vueltas en la cabeza en forma indefinida.
Muchas de esas historias parten de hechos de la vida real y, por supuesto, el autor los magnifica y les incorpora los detalles cautivantes de su propia cosecha, que son lo que en definitiva les dan atractivo. Hay dos cuentos que me han impactado de manera significativa, pero prefiero no hablar de ellos ahora para no distanciarme del propósito banal de estas líneas.
Hay también circunstancias complejas de pánico, tristeza, decepción, intriga y crimen, a las cuales no habría nada que agregar para ser convertidas en obras de impresionante dramatismo. Desde la época colonial, la vida latinoamericana ha estado llena de sucesiones de tragedias (no de realismo mágico), pero, sin embargo, pocas veces sacuden a los pueblos para hacerlos despertar, recapacitar y reaccionar de una vez y para siempre. Tal vez por ese mismo drama de cada día, la novela negra no ha prosperado tanto como hubiera sido dable esperar en la región. Y algo peor, los pueblos terminan por acostumbrarse a ser sojuzgados por tiranos que cualquier domingo se visten de demócratas en elecciones trucadas.
Así, por ejemplo -y voy al grano con lo que me ocupa-, nadie podía imaginar que en tiempos de internet, Twitter, televisión satelital, grandes descubrimientos científicos e intelectuales envidiables, uno de los principales países de América Latina sacara de un sombrero y en un arte de magia, a un alucinado e intrépido gobernante con los mismos vicios y deformaciones de aquellos del siglo XIX, y que quienes han sido atropellados y vejados lloren e imploren para que él tenga una larga y recuperada vida. No faltan, por supuesto, altares con velitas, imágenes del alucinado y crucifijos, ante los cuales se arrodillan y piden milagros: una casita, un trabajito, cura para el tuerto, cese del vandalismo…
Bueno, pero además, no puedo dejar de confesar con desvergüenza la nausea que me causan insondables personajes que en su plañidera piden un pequeño espacio para ellos en el mismo sepulcro del líder, mientras el “príncipe heredero” se declara fiel y hasta honesto por siempre. Y protuberantes figuras de la atribulada oposición solo atinan a sumarse a la procesión de cabizbajos, portando velitas, estampitas de la Virgen de la Caridad del Cobre y escapularios con pequeñas fotos de San Fidel, patrón de los resignados y malvados.
Advertencia: Dado que mis artículos suelen tener algún fundamento, para escribir el presente leí varias novelas de terror de autores ingleses, una biografía de Idí Amín y otra de Muammar Gaddaffi (ambas elogiosas, como tenía que ser), y vi tres películas de Sacha Baron Cohen (entre ellas El dictador). Ahh, y además, quiero dejar expresa constancia de que cualquier asombrosa similitud sufrida por los venezolanos durante el siglo XIX, es apenas una sobrevenida coincidencia. ¡Soy inocente
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