Enrique Krauze
Entre
las dos tradiciones centrales del Occidente civilizado hay cien años de
desencuentro. No siempre fue así. A lo largo del siglo XIX, liberalismo
y socialismo -aunque divergentes frente al capitalismo- libraron
batallas convergentes o complementarias frente a las monarquías
absolutas, el poder de la Iglesia, los horrores del colonialismo y los
fanatismos nacionales, religiosos y raciales.
Todavía en la obra periodística del joven Marx y más tarde en El 18 Brumario de Luis Napoleón Bonaparte (1852)
hay una defensa de las libertades políticas (la de prensa, en
particular) y una devastadora crítica del Estado, esa "inmensa
organización burocrática y militar, con su compleja y artificiosa
maquinaria.. ese espantoso organismo parasitario que se ciñe como red al
cuerpo de la sociedad francesa tapándole todos los poros".
Y
aunque los grandes anarquistas (Proudhon, Bakunin) anticiparon el
futuro totalitario del marxismo, un aire de libertad recorre los
escritos de todos aquellos autores del siglo XIX. Por eso no es casual
que Isaiah Berlin haya encontrado su héroe histórico en Alexander
Herzen, el socialista libertario, enemigo jurado del zarismo pero
defensor irreductible de la libertad individual.
La
revolución bolchevique acabó con la posibilidad de diálogo. En el
ideario de Lenin esa defensa de la libertad individual se volvió no sólo
innecesaria sino indeseable e incomprensible.
Los
estatismos ideológicos del siglo XX, desde sus versiones totalitarias
(fascismo, nazismo, comunismo) hasta las autoritarias (los populismos
latinoamericanos, el régimen del PRI en México), fueron, de una u otra
forma, distorsiones antiliberales del socialismo. Frente a ellos se alzó
una generación de intelectuales socialistas que, sin precipitarse en
una ortodoxia liberal, propuso (sin éxito inmediato) un reencuentro con
el liberalismo político: Orwell, Silone, Semprún, Camus, Irving Howe,
Daniel Bell son algunos de sus notables representantes. En América
latina, el exponente principal de esta corriente fue Octavio Paz.
La
revolución cubana jugó entre nosotros el papel de su homóloga y madre,
la revolución rusa: al suprimir todas las libertades y llevar a un
extremo totalitario al socialismo, canceló el diálogo. ¿Cómo lo hizo?
Mediante una vasta operación de seducción ideológica.
Su
propuesta de redención cautivó desde 1959 a varias generaciones de
jóvenes universitarios que prefirieron el febril idealismo
revolucionario de Castro a la difícil, pausada y terrenal construcción
de una democracia liberal con vocación social, tal como la proponía ese
mismo año el presidente venezolano Rómulo Betancourt.
Tan
profunda fue la huella ideológica de Cuba, que opacó la transición
democrática de la España posfranquista: mientras que a mediados de los
años 70 el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) renunciaba a sus
dogmas marxistas para incorporarse a la moderna vida parlamentaria (con
su adopción plena de las libertades), en América latina la izquierda
ahondaba su vocación revolucionaria. Para ella, los valores liberales y
democráticos eran mascaradas burguesas.
Llegó
1989, con su cauda de procesos imprevistos y casi inverosímiles: la
implosión de la URSS y la conversión capitalista de China. Era el
momento para restablecer el diálogo: no festejar la caída del Muro de
Berlín como el triunfo del liberalismo ni considerar caducos los ideales
socialistas. Hallar un justo medio. Reconocer las mutuas limitaciones.
Ésa era la prédica conciliatoria de Isaiah Berlin en esos años. Y
también la de Octavio Paz: "Debemos repensar nuestra tradición,
renovarla y buscar la reconciliación de las dos tradiciones políticas de
la modernidad: el liberalismo y el socialismo. Me atrevo a decir que
éste es ?el tema de nuestro tiempo'".
El diálogo tenía una
condición necesaria: la adopción de los valores democráticos, no sólo en
el ámbito electoral sino en las libertades cívicas, la división de
poderes y el orden legal. Lo cual implicaba una crítica clara y abierta a
la dictadura cubana.
No
ocurrió. Al poco tiempo, la alianza entre Fidel Castro y Hugo Chávez
ahondó la división. La izquierda latinoamericana optó por dos actitudes:
apoyar ciegamente al "socialismo del siglo XXI" o guardar un silencio
culpable e hipócrita, aun si ese régimen reprime, encarcela, tortura y
asesina estudiantes como ocurre hoy, trágicamente, en Venezuela.
Mientras
la izquierda latinoamericana no llame por su nombre a la dictadura
cubana y a su aliada venezolana, el diálogo está condenado al
desencuentro.
No comments:
Post a Comment