Laureano Márquez
30 Mayo, 2014
No es nada casual que el escenario escogido sea el Teatro Na- cional. De hace buen tiempo a esta parte, casi todas las acciones de gobierno se presentan en teatros, sutil anuncio de que lo que va a ver usted allí es pura ficción. La obra se llama “magnicidio con golpe militar”, un recurso propio del espectáculo, el de unir en una sola representación dos proyectos teatrales que han sido cada uno individualmente exitoso. El hecho de que se nos diga que lo que se prepara es un magnicidio con golpe (como quien dice quirpa con chipola), recuerda inevitablemente al viejo chiste del tipo al que se le murió la suegra y preguntado por el empleado de la funeraria acerca de si prefería entierro o cremación, él responde: “las dos cosas por si acaso”.“¿Qué demócrata, qué cristiano está de acuerdo con un baño de sangre? Él (Tarre). ¿Qué demócrata o cristiano está de acuerdo con un magnicidio? Ella (María Corina Machado) y él (Gustavo Tarre). ¿Qué venezolano, qué ser humano está de acuerdo con la violencia, con el asesinato de hermanos? Ella y él”. Esto, sin duda es un fragmento del monólogo de Pío Miranda en El día que me quieras del inolvidable Cabrujas, que se quedó flotando por ahí, en algún rincón del teatro y decidió, como un fantasma, salir hace dos días. Que nuestros magnicidas pongan por escrito sus planes los convierte en una especie de reencarnacion de Peter Sellers en sus mejores momentos de La Pantera Rosa.
Acusado Tarre de magnicida, es inevitable imaginarlo, como Tom Cruise en Mission Impossible , con licra negra ceñida al cuerpo corriendo en la noche por los tejados de Miraflores, sin romper una teja y descolgándose al patio central, el de la fuentecita, con un sistema de cuerdas con poleas y freno incorporado que le detiene a un centímetro del piso, justo antes de que se activen las poderosas alarmas láser que -simulando telas de arañaprotegen de pisadas indeseadas el suelo nocturno del patio central de La Casona de misia Jacinta. Mientras, María Corina, cual lady speed stick de la vida, se lanza en rapel desde aquella famosa esquinita de la azotea del Palacio Blanco y su axila -sin una gota de sudor, ni un atisbo de mal olor- va a dar a la cara atónita de Tarre. Mientras, desde El Calvario, Diego Arria, con binoculares nocturnos de alta definición, contempla la escena. Toma su celular y le envía un mensaje al embajador de Estados Unidos en Colombia: “ya los magnicidas llegaron al Palacio”… “¿Cuál Palacio?”, responde el otro distraído en la madrugada…
“Gua, ¿cuál va a ser?, el de Miraflores… ¿no te acuerdas pues lo que hablamos?”… “Oh, yes, yes, el magnicidio, sí, jaja, qué cabezo el mío”.
El otro mensaje de Diego es para Eligio… “transfiere más real que ya están adentro”.
Con la precaria situación económica del país, a los terroristas no les aprobaron a tiempo Sicad II para comprar las armas y hubo que recurrir a financiamiento externo… ¿quién eligió al financista? Nadie lo sabe, pero lo cierto es que él dijo que no ponía ni medio hasta no tener la certeza de que estuvieran adentro porque él no iba a perder sus reales otra vez.
El final de esta compleja operación es cuando -con todos los planes ejecutados exitosamente- aparece Salas Römer en cadena nacional de radio y televisión, montado en su caballo diciendo a cámara: “Ahora sí que vamos a devolverle la alegría a Venezuela”.
¿Magnicidio otra vez? ¿El intento fracasado número 13?… Por favor, el teatro tiene una infinidad de recursos. Camaradas, abran los ojos, aquí lo que hay es un magnisuicidio, es decir un suicidio de proporciones intergalácticas, supremas, inconmensurables, que abarca la economía, las instituciones, la salud, la seguridad, la educación y que si sigue así nos va a aniquilar a toditos.
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