Patrick Symmes
Letras Libres
Septiembre 25, 2013
http://www.letraslibres.com/revista/convivio/treinta-dias-viviendo-como-un-cubano
Creo que en las dos primeras décadas de mi vida no pasé nunca más de nueve horas sin comer. Más tarde experimenté intervalos más largos –en China en los años ochenta, viajando con insurgentes en remotas zonas de Colombia y Nepal, cruzando Sudamérica en motocicleta, completamente arruinado– pero siempre volvía a casa, me daba un atracón, comía cualquier cosa, cuando quería, y recuperaba el peso que había perdido y más. Había experimentado la trayectoria habitual de la vida americana y ganado medio kilo al año una década tras otra. Cuando decidí ir a Cuba y vivir un mes con lo que los cubanos deben vivir, pesaba 105 kilos. Nunca había pesado tanto en mi vida.
En Cuba el salario medio es de 20 dólares al mes. Los médicos pueden ganar 30; mucha gente gana solo 10. Decidí premiarme con el salario de un periodista cubano: 15 dólares al mes, los ingresos de un intelectual oficial. Yo siempre había querido ser un intelectual, y 15 dólares era sustancialmente más que los 12 dólares que ganaban los muchachos que construían paredes de ladrillo o cortaban caña, y casi el doble de los 8 dólares recibidos por muchos jubilados. Con ese dinero tendría que comprar mi ración básica de arroz, frijoles, papas, aceite de cocina, huevos, azúcar, café y cualquier otra cosa que necesitara.
Sabía que me resultaría duro renunciar a la comida, así que empecé mi dieta cubana estando aún en Nueva York. Perdí cuatro kilos y medio en los dos meses anteriores a mi partida. Una y otra vez, mientras me preparaba para ese viaje, amigos horrorizados especulaban sobre la
comida de la que me iba a atiborrar y los objetos que correría a consumir. Daban por hecho que verse privado de alguna cosa querida durante treinta días era una prueba insoportable. Temían por el helado. En mi experiencia, nadie que pase hambre quiere helado.
Mi primera media hora en Cuba la pasé en los detectores de metales. Después, como parte del nuevo régimen, desconocido para mí en los quince años que llevaba viajando allí, fui sometido a un intenso pero amateur interrogatorio. No era nada personal: todos los extranjeros en el pequeño turbohélice procedente de las Bahamas fueron separados y largamente interrogados. El gobierno cubano se mostraba nervioso con los extranjeros que viajaban solos porque Human Rights Watch había estado allí gracias a visados turísticos y un contratista del Departamento de Estado, que viajaba también con un visado de turista, había sido sorprendido distribuyendo lápices de memoria usb y teléfonos vía satélite a figuras de la oposición. Los turistas eran peligrosos.
Como en Israel, un agente de paisano me hizo preguntas sin importancia en busca de detalles ("¿A qué localidad va? ¿Dónde está eso?"), preguntas diseñadas para provocarme, revelar alguna incoherencia o para que me mostrara nervioso. No miró mi billetera ni me preguntó por qué, si iba a estar en Cuba un mes, llevaba menos de veinte dólares.
La mirada del supervisor se posó sobre los demás pasajeros. Había pasado.
–Treinta días –le dije a la mujer que selló mi visado de turista. El máximo.
Del techo del aeropuerto colgaba un cartel en el que había dibujado un autobús. Pero no había ningún autobús. No en ese momento, me explicó una mujer en el puesto de información. Habría un autobús –uno– esa noche, alrededor de las ocho, para llevar a los trabajadores del aeropuerto a casa.
Para eso faltaban seis horas. El centro de La Habana estaba a quince kilómetros de distancia. Como los taxis costaban 25 dólares –más que mi presupuesto total para el próximo mes– iba a tener que andar.
La misma mujer sacó del bolsillo de su uniforme un par de monedas de aluminio que me dio: 40 centavos, dos centavos de dólar estadounidense. En la autopista, a unos cuantos kilómetros de allí, quizá encontrara un
autobús urbano. Y en La Habana podía encontrar, debía encontrar, la forma de sobrevivir durante un mes. Tuve que echarme la mochila a la espalda y ponerme a caminar. Las monedas de aluminio tintineaban en mi bolsillo. Salí de la terminal, crucé el aparcamiento, cogí una salida y giré por la única carretera dejando el mundo exterior tras de mí con cada paso. Cada pocos minutos se paraba un taxi tocando la bocina, o lo hacía un coche privado que me ofrecía llevarme por la mitad del precio oficial. Yo seguí caminando y dejé atrás la vieja terminal junto a campos llenos de maleza. Los carteles anunciaban viejos mensajes: "Bush terrorista". Al cabo de cuarenta minutos pasé por encima de un cruce de vías de ferrocarril, salí de la autopista y tuve suerte. El autobús a La Habana estaba justo allí. Una hora más tarde estaba en el centro de La Habana y buscaba a pie a un viejo amigo.
•
Las primeras personas con las que hablé en la ciudad –gente a la que no conocía y que vivía cerca de la casa de mi amigo
1– mencionaron el sistema de racionamiento. Sin que les instara a hacerlo, sacaron sus libretas de racionamiento y refunfuñaron.
La libreta es el documento fundacional de la vida cubana. Nada importante del sistema de racionamiento ha cambiado: aunque ahora se imprime en formato vertical, la libreta es idéntica a la que se ha emitido anualmente durante décadas.
Lo que ha cambiado es la tinta: hay menos cosas escritas en la libreta. Hay menos entradas, por cantidades menores, que en 1995, durante la hambrienta época del Periodo Especial. En los años posteriores, la economía cubana se ha recuperado, pero el sistema de racionamiento cubano no. En 1999, un ministro de desarrollo cubano me dijo que la ración mensual aportaba la comida suficiente para diecinueve días, y predijo que esa cantidad no tardaría en aumentar. Pero ha disminuido. Aunque la cantidad total de comida disponible en Cuba es más grande, y el consumo calórico ha aumentado, eso no es gracias al sistema de racionamiento. El crecimiento ha tenido lugar en los mercados privatizados, los huertos cooperativos y las importaciones masivas, mientras que la producción estatal de alimentos cayó un 13 por ciento el año pasado y la ración se encogió con ella. Por lo general, se considera que ahora una ración alimentaria mensual solo da para doce días. Yo
estaba allí para hacer mis propios cálculos: ¿cómo podía uno sobrevivir un mes con comida para doce días?
Solo hay una libreta de racionamiento por familia. Los bienes son distribuidos en una serie de bodegas de barrio (una para la leche y los huevos, otra para las "proteínas", otra para el pan, la más grande para alimentos secos y todo lo demás, desde el café hasta el aceite o los cigarrillos). Cada tienda cuenta con un dependiente que escribe la cantidad entregada a la familia. Los vecinos de mi amigo –marido, mujer, nieto– habían recibido una ración estándar de alimentos básicos, que constaba, por persona, de:
-Dos kilos de azúcar refinada
-Medio kilo de azúcar en bruto
-Medio kilo de grano
-Un pescado
-Tres panecillos
Se rieron cuando les pregunté si había buey.
–Pollo –dijo la esposa, pero eso provocó aullidos de protesta.
–¿Cuándo ha habido pollo? –preguntó su marido.
–Es verdad –dijo ella–. Hace ya meses que no hay.
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