ROBERTO GIUSTI
| EL UNIVERSAL
martes 26 de agosto de 2014 12:00 AM
Ignoro si las captahuellas van
a lograr el milagro de la multiplicación de los panes. Posiblemente
eliminen, en un primer momento, el acaparamiento gracias al cual algunas
pandillas de facinerosos organizados se llenan los bolsillos. Quizás se
le ponga fin al procedimiento, ya rutinario que se desarrolla en etapas
sucesivas. Primero, el conductor que transporta el aceite de maíz o la
cajera del supermercado pasa la voz: "está llegando un cargamento al
automercado de Caurimare". Segundo, se genera una estampida, un
movimiento masivo y metódico de invasores pacíficos, desde distintos
"cuadrantes" de la ciudad, en veloces motocicletas hacia el punto del
hallazgo. Tercero, en cuestión de minutos los invasores arrasan con la
existencia del producto recién llegado, luego de hacer la cola con el
carrito hasta los teque teque y cara de yo no fui. Cuarto, la mercancía
incautada se suma a la corriente del mercadeo informal. Quinto, cuando
la desprevenida ama de casa de la urbanización, la habitué del
automercado, aparece para su compra diaria, observa impotente cómo ha
sido vilmente despojada. Sexto, el aceite aparece en los tarantines de
los revendedores con un precio cinco veces mayor al oficial.
Pues bien, reconocemos que el nuevo sistema puede acabar con la injusticia durante un par de semanas, tiempo durante el cual los azotes de estantes encuentren otra forma de burlar el control y logren acaparar unos productos cuyo precio no se corresponde con los costos de producción, mientras el desvalido consumidor, por cuyo "bienestar" es sometido al vejamen de una nueva, odiosa e interminable cola, se consiga con algo peor: no hay cola porque desparecieron el aceite, la harina Pan y no se diga la leche en polvo.
Es la reproducción, casi fotostática de experiencias como la de la Unión Soviética. Allí, los precios oficiales resultaban irrisorios y eran, en la práctica, casi los mismos de 1917, cuando los bolcheviques ascendieron al poder. Ya para finales de los años 80 el Estado se declaró impotente para seguir subsidiando los precios y el desabastecimiento y la especulación se ensañaron con el consumidor, a quien le quedaba la alternativa del mercado negro, si podía pagar (y ese no era el caso) unos precios que, en el caso de la carne, eran siete veces mayor al oficial. Esa distorsión generó la existencia de tres o cuatro economías paralelas, cuyas fuentes de suministros eran casi siempre las mismas: las cadenas comercializadoras del gobierno, las importaciones legales y el contrabando. Nadie lo ha dicho, pero a Gorbachov lo tumbó el fantasma del hambre.
Pues bien, reconocemos que el nuevo sistema puede acabar con la injusticia durante un par de semanas, tiempo durante el cual los azotes de estantes encuentren otra forma de burlar el control y logren acaparar unos productos cuyo precio no se corresponde con los costos de producción, mientras el desvalido consumidor, por cuyo "bienestar" es sometido al vejamen de una nueva, odiosa e interminable cola, se consiga con algo peor: no hay cola porque desparecieron el aceite, la harina Pan y no se diga la leche en polvo.
Es la reproducción, casi fotostática de experiencias como la de la Unión Soviética. Allí, los precios oficiales resultaban irrisorios y eran, en la práctica, casi los mismos de 1917, cuando los bolcheviques ascendieron al poder. Ya para finales de los años 80 el Estado se declaró impotente para seguir subsidiando los precios y el desabastecimiento y la especulación se ensañaron con el consumidor, a quien le quedaba la alternativa del mercado negro, si podía pagar (y ese no era el caso) unos precios que, en el caso de la carne, eran siete veces mayor al oficial. Esa distorsión generó la existencia de tres o cuatro economías paralelas, cuyas fuentes de suministros eran casi siempre las mismas: las cadenas comercializadoras del gobierno, las importaciones legales y el contrabando. Nadie lo ha dicho, pero a Gorbachov lo tumbó el fantasma del hambre.
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