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Alfredo Coronil Hartmann
“En tan crítica situación yo no he vacilado, venezolanos, acerca
del partido que debo tomar, como Jefe de Estado, mandé cumplir y
ejecutar la Constitución del año 1.830; de cumplirla y ejecutarla renové
como Presidente Constitucional, ese juramento en 1.831. Mi deber es,
pues, sostener este Código y para ello no excusaré sacrificios y
comprometeré ni existencia misma. Sí se desea la reforma de la
Constitución, ella establece los medios de obtenerla. No es posible
tolerar que el grito de doscientos hombres armados, arranque lo que debe
solicitarse y conseguirse por las vías pacíficas y propias de un pueblo
civilizado, que se ha dado una constitución y tiene leyes. ¡Desgraciada
Venezuela si se reconociese el fatal principio que envuelve el
pronunciamiento del día ocho.”
He tomado el largo epígrafe que antecede de la proclama con la cual,
el centauro llanero, respondiera al manifiesto de los reformistas,
publicado en Caracas el 9 de julio de 1835, y avalado con la ilustre
firma del General Pedro Briceño Méndez. Ese documento es, a mi juicio,
de particular importancia para destacar las virtudes republicanas del
General Páez, ignoradas con incomprensible ceguera, junto con cualquier
otro mérito suyo, distinto al valor que desplegara en la epopeya
libertadora. Que a ese sólo perfil se ha querido limitarlo por un
malentendido bolivarianismo póstumo, miope y anti histórico.
Doscientos años de su nacimiento, no es una mala fecha para iniciar
una revisión desprejuiciada del grande hombre, el hombre que encarna lo
mejor de la fuerza telúrica de nuestro pueblo, de sus virtudes hoy
olvidadas, de sus potencialidades que debemos redescubrir, como premisa
indispensable para el hoy y el mañana.
Mucuritas, Mata de la Miel, Las Queseras del Medio y aún Carabobo,
son espléndidos reflejos de su épica grandeza. Sin embargo palidecen
ante la gesta mayor, la más difícil, la del hombre arquitecto de sí
mismo, el trabajo constante de un alma superior por vencer sus
deficiencias y trocarlas en conocimientos. El Páez republicano, cuya
segunda presidencia ha sido considerada por muchos historiadores como el
mejor gobierno de la Venezuela independiente, estaba lejos, pero muy
lejos del peón de hacienda y del guerrillero glorioso, aunque ya en
ellos palpitaba el genio de este hombre del pueblo que, como su llano
natal, no ponía límites a sus horizontes.
Creo que la más hermosa y trascendente herencia del General Páez es
esa la lección de hasta dónde pueden la voluntad y la constancia, por
encima de las más difíciles circunstancias de la guerra, en medio de un
país inundado de sangre y pólvora, conducir a un hombre decidido a
hacerse a sí mismo y a marcar la historia de su patria. El Páez de la
guerra, recibió de labios de Bolívar:” Tú eres el brazo fuerte de la
Patria, tú eres Aquiles. Tu presencia en este campo es la Victoria, es
la República”, la definitiva consagración y el más preciado
reconocimiento. El hombre que fue Páez espera hoy, doscientos años
después de su nacimiento, que Venezuela lo reivindique como ejemplo
inmejorable de grandeza en las dificultades, de ciudadano auténticamente
esclarecido y de cátedra viviente de que el hombre superior no nace,
sino que se hace por su propia voluntad de plenitud.
Hoy saludo a ese hombre, al que desde una mazmorra del castillo de
San Antonio en Cumaná, se dirigió al castrado Congreso, reunido con
prisa y pavor servil, después del bochornoso 24 de enero de 1848, en
estos términos. Este texto antológico respondía a la traición, al
escarnio, a la ilegalidad con esta frase: “¿Es acaso incompatible la
seguridad de un hombre con lo que se debe a la dignidad del hombre?”.
La lección fue dada, de los venezolanos de hoy y de mañana depende
que no queden como frases y hechos para desempolvarse cada doscientos
años.
LA BATALLA DE PUERTO CABELLO
Existen dos posibles posiciones ante la historia de los pueblos: la
de aquellos que se regodean en la contemplación de las llamadas
efemérides patrias, como lo han hecho en Venezuela, a lo largo de casi
toda su Historia, innumerables intelectuales y hombres de Estado, y los
que entendemos que la exaltación de los episodios heroicos que jalonan
nuestra Historia; no debe ser simplemente una pirotecnia verbal de
circunstancias, sino un ejercicio de inmersión, por así decirlo, en las
profundidades de la historia nacional, para extraer de ellas lo mejor en
enseñanza de valores éticos y cívicos que podamos encontrar. Muchos se
alarman por las circunstancias que, hoy por hoy, atraviesa el país. No
resulta ocioso, echar un mirada, sobre las mucho más dramáticas que
atravesaron los fundadores de la nacionalidad y como sobreponiéndose a
todas ellas, lograron establecer un país, con perfiles propios, con
definida personalidad, en el concierto de las naciones y llamado a
desempeñar un papel trascendente a la altura del legado imperecedero de
la generación liberadora.
La historia, su conocimiento, su compresión, su interpretación
dialéctica, es la base fundamental de toda acción política que aspire a
una cierta eficacia y a una inserción real en el curso de la vida de
cualquier sociedad organizada.
Voy a referirme, someramente, a la gesta de los valientes que
dominaron el último reducto colonial en Venezuela, entroncándolo como
lección histórica con las circunstancias del presente y del porvenir
venezolano. Fue un joven, casi un muchacho de apenas treinta y tres
años, ya General en Jefe, el centauro llanero José Antonio Páez, el
héroe fundamental de esa jornada memorable. Integrante, como toda la
generación libertadora, de una hornada de jóvenes, casi adolescentes,
que supieron crear, sobre las bases culturales hispanas, a punta de
convicción, de esfuerzos y de fe agónica, en su destino y en el destino
de su nación, el país en que vivimos y nacimos todos nosotros.
La plaza de Puerto Cabello, según relata el historiador y biógrafo
inglés Cunninghame Graham, estaba poderosamente defendida. Su situación
natural y sus poderosas fortificaciones la hacían casi inexpugnable,
dentro de sus murallas se encontraba lo que quedaba del heroico
regimiento de Valencey, cuya retirada hiciera historia en la gesta. de
la independencia, en Carabobo, y el General Calzada, era hombre resuelto
y de mucho carácter, como si fuera poco, surtos en el puerto había dos o
tres barcos de guerra, entre ellos la poderosa Corbeta Bailén. La
juventud fervorosa que integraba el Ejército Libertador, hizo derroches
de valor en el sitio de Puerto Cabello, y el primero en dar el ejemplo
fue el General Páez. Testimonios de esa intrepidez temeraria, se
encuentran en labios tan insospechables como los del General Hilario
López, ex—Presidente de la Nueva
Granada, quien señala en sus memorias: “los inauditos esfuerzos del
General Páez eran insuficientes para estrechar la plaza o asaltarla.
Muchas veces este jefe se precipitaba como despechado a los más
inminentes peligros, ya vistiéndose de soldado raso obrando a las
órdenes de un cabo sobre las fortificaciones, ya poniéndose su gran
uniforme y plantándose cerca de la casa fuerte, sirviendo de blanco por
largo tiempo y con la mayor sangre fría a los buenos fusileros que la
defendían, ya embarcándose en una pequeña barca y colocándose en los
puntos más peligrosos”.
Igualmente, Francisco de Paula Santander, Vice-presidente de la Gran
Colombia, en una carta fechada en Bogotá el 15 de junio de 1822, le
decía en tono impositivo: “… Vuelvo a encargar a usted, que no ande
exponiéndose innecesariamente a que le den un balazo sin fruto, su vida
es preciosa, y por su honor mismo debe evitar exponerla sin una grande y
urgente necesidad.., no sea usted loco cuando no hay necesidad; dígolo,
porque lo que usted ha hecho en Puerto Cabello son locuras hijas de la
temeridad”.
Las largas operaciones militares sobre este puerto, costaron algunas
de las más valiosas vidas de la Gran Colombia, entre ellas la del
Coronel Juan José Rondón, quien falleció de un balazo recibido en un
pie, lo que hiciera que, en el estilo heroico de la prosa de la época,
se le comparara con el Aquiles de la Ilíada, quien fuera herido en el
talón, al pie de las murallas de Troya. Escapa, como lo dije
anteriormente a mi intención, extenderme en una disertación erudita
sobre los pormenores de la acción bélica que reseñamos. A lo largo de
toda nuestra vida republicana, numerosos historiadores profesionales se
han ocupado de ella, me interesa resaltar lo que se infiere como
características de la personalidad del venezolano, de este pueblo
singular que se crece en la medida de sus desgracias y que se sobrepone a
ellas con una capacidad de sacrificio poco común en la historia, cuando
es invocado, requerido, llamado, por hombres de buena fe, de autoridad
moral y que entienden que el destino colectivo no puede ser hijo de la
inspiración providencial de un simple ser humano, sino producto del
esfuerzo concatenado de todo un pueblo, dispuesto a superar los
obstáculos, los inconvenientes, y hacer los sacrificios necesarios para
superarlos.
Sobre este aspecto, existe una carta del general Páez al Brigadier
General Francisco de Paula Santander, que resulta particularmente
ilustrativa: “Me dice usted que cuando rehusaba tenazmente a aceptar la
yice-presidencia y se quejaba de su suerte, era porque se le presentaba
en Venezuela un país asolado por la guerra, escaso de recursos, habitado
por gentes de un carácter raro, con altos representantes acostumbrados a
obrar por sí, con llaneros descontentos, y que desesperaba que pudiera
remediar tantos males” . Si yo hubiese estado en ese tiempo con usted me
hubiera tomado la libertad de asegurarle que “el raro carácter de los
venezolanos” iba a ser “la fuente fecunda de la cual brotarían muchos
bienes: el genio inquieto y resuelto de los venezolanos está, a mi
parecer, acompañado de mucho buen juicio: esto me obliga a creerlo el
progreso que he observado en la revolución: y han sacrificado para este
objeto, parte por su voluntad y parte por la fuerza, su comodidad, sus
propiedades y aun el amor a su familia… los demás generales habrán
mandado y estarán mandando ejércitos desprovistos, yo también los he
mandados desnudos; y creo que ningún, soldado’ haya padecido tanto como
los de Venezuela, porque habiendo estado constantemente en guerra, el
país está destruido y no hay ningunos recursos. Si yo he expuesto a
usted esto con algún calor, ha sido sólo con el deseo de que se alivien
sus privaciones, sin que por eso deje de hacer, como lo continuaré
haciendo cuanto esté de mi parte tanto para contentarlos
extraordinariamente, como para consolarlos y aliviarles sus fatigas… del
“carácter raro” de los venezolanos o de la ingenuidad que me es
peculiar sale cuanto voy a decirle. Yo no he hecho ningún sacrificio por
mi patria, y la patria ha hecho mil sacrificios por mi; yo he sido uno
de los altos representantes acostumbrados a obrar por sí.”
Algunos comentaristas y hombres públicos venezolanos de nuestros
días, apuntan, con pesimismo injustificado, que estas cualidades tan
gráficamente señaladas por Páez y que forman parte del alma nacional, no
las encontramos en nuestros compatriotas de hoy en día. Yo pienso
exactamente todo lo contrario, si no hubiese tenido una fe profunda,
raigal, en las reservas morales, en la capacidad de sacrificio y de
comprensión de mi gente, no hubiera asumido, cuando apenas había
traspasado la adolescencia el compromiso político, es decir la
comprometida ambición de hacer historia.
Ni lo hubieran hecho todos los que antes de mi, se jugaron la vida y
sacrificaron comodidades y posibilidades de realización personal, en la
lucha por la causa popular a lo largo de toda nuestra historia
republicana.
Cuando Antonio Guzmán-Blanco, el “autócrata civilizador”, como lo
llaman algunos autores, señalaba -repitiendo la vieja expresión- que
Venezuela era como un cuero seco, que cuando uno lo pisaba por una punta
se levantaba por la otra- estaba, aunque con despecho, reconociendo la
capacidad de rebeldía, la fe combatiente, las reservas cívicas de una
nación que no es capaz de entregarse sino por convencimiento, y nunca
por el atropello de la fuerza no acompañada de la razón. Y esa fe, fue
la que llevó a la generación de 1928 a enfrentarse con la dictadura
fosilizada de Juan Vicente Gómez. Es una larga y única pasión de
libertad y de búsqueda de una vida democrática y pluralista, la que se
hizo presente en la generación libertadora y en todos quienes han
consagrado su vida a la lucha por los mejores valores de nuestro pueblo.
La hazaña de Puerto Cabello, es una más, que ilustra, patéticamente,
de lo que es capaz un pueblo resuelto a conquistar sus derechos y sus
libertades. Cuatro horas pasaron los héroes de esa jornada, metidos
hasta el cuello en el manglar, desnudos, apenas llevando sus armas sobre
sus cabezas, caminando sobre el fango, al favor de la noche, y comenta
el jefe de esa heroica jornada que, pasaron tan cerca de la batería de
La Princesa, que podían oír a los centinelas que comentaban ingenuamente
la gran acumulación y movimiento de peces que aquella noche mantenía
las aguas tan agitadas. Esa agitación de peces, ese cardumen que
sorprendió la vigilancia de los avezados centinelas españoles, es el
mismo desvelo que puede agitarse en el fondo del alma popular, si ve su
libertad acechada, bien por los tradicionales añorantes de los
despotismos del pasado, como por aquellos que pretendan arrastrar a un
pueblo libertario en aras de un nuevo mesianismo anti histórico, de un
culto a la personalidad sin contenido ideológico, que vendría a
sepultar, con tanta eficacia, como los grillos de Juan Vicente Gómez,
las aspiraciones de nuevos horizontes de la juventud de nuestros días.
El pueblo venezolano, ese “carácter raro” del que hablaba Santander y
que defendía Páez, es profundamente sabio y sabe que los que se
pretenden hombres providenciales no resuelven nada, que el
providencialismo como fórmula en política, no es sino la máscara de una
vocación opresiva, de un pretendido “destino manifiesto” que no funciona
sino a expensas de la pluralidad y del respeto a las opiniones de las
minorías y a los mejores intereses del país. Rafael María Baralt,
nuestro gran historiador, después de referirse a los hechos de esa
jornada, termina con éstas palabras: “Así sucumbió Puerto Cabello,
último recinto que abrigaba todavía las armas españolas en el vasto
territorio, comprendido entre el río de Guayaquil y el magnífico Delta
del Orinoco. Aquí concluye la Guerra de la Independencia. En adelante,
no se emplearán las armas de la República, sino contra guerrillas de
forajidos que la tenacidad peninsular armó y alimentó por algún tiempo, o
en auxiliar mas allá de sus confines a pueblos hermanos en la conquista
de sus derechos”.
El hermoso epílogo de la gran jornada, fue el generosísimo texto de
la capitulación, que firmaran los jefes realistas y que les propusiera
el General Páez. Pocas veces en la historia de la humanidad, se
encuentran ejemplos de tan amplia grandeza, como los que dieron, en toda
la gesta emancipadora, los héroes fundadores de nuestra república. El
Libertador, Sucre y Páez, tendrían que figurar en las antologías de los
más generosos vencedores que conozca la Historia. La capitulación de
Puerto Cabello tiene fecha 10 de noviembre de 1823, cinco días después,
se embarcó la guarnición española y se izó la bandera de la Gran
Colombia, sobre el castillo que tantas páginas ha llenado de la historia
de Venezuela, unas tristes y sombrías y otras llenas de luz, como la de
esa madrugada de 1823. Gestos como el de ésta capitulación de Páez o
como la bellísima frase del Gran Mariscal de Ayacucho, cuando después de
la Batalla de Tarqui, fuera preguntado por sus derrotados adversarios,
cuáles eran las nuevas condiciones de la paz, y les respondió,
extendiéndoles la oferta original hecha antes de la batalla: “La
justicia de Colombia es la misma antes y después de la victoria”, no han
sido siempre comprendidos por otras sensibilidades y otras culturas.
El ya aludido autor británico Cunnighame Graham, atribuye a un cierto
histrionismo latino, lo que en el fondo no es sino un concepto elevado y
hermoso del honor y del combate, sea este en las trincheras o en el
diario ajetreo de los enfrentamientos políticos, así dice: “…Páez
exhortó dos veces al General Calzada a que capitulara para evitar un
derramamiento inútil de sangre. A la tercera vez le advirtió que si no
se rendía o no se presentaba a firmar la capitulación dentro del plazo
de 24 horas, tonaría la plaza por asalto y pasaría por las armas a toda
la guarnición”.
Respondió Calzada que: “la ciudad estaba defendida por viejos y
veteranos soldados y que en el último caso estaban resueltos a seguir
los gloriosos ejemplos de los defensores de Sagunto y de Numancia.
Añadió que si la suerte le resultaba adversa, esperaba que Páez no
querría manchar el brillo de su espada con un hecho digno de los tiempos
de la barbarie”.
Teniendo ambos sin duda, el amor muy hispano por el lenguaje
altisonante, deben haber disfrutado lo indecible al escribirse de este
modo.
Para dar un toque pintoresco a la escena, al pasar el emisario de
Páez, de regreso por la puerta de la ciudad, los soldados españoles,
formados a lo largo de los muros, invitaban con gran algazara a los
venezolanos a que fueran a pasarles a cuchillo, si es que podían. Héctor
y Aquiles no lo habrían hecho mejor bajo los muros de Troya.
No obstante, el mismo escéptico y flemático autor narra, no sin
sorpresa, más adelante: “Calzada luego invitó a Páez a almorzar con él”.
Páez, fiado como siempre de la hidalguía castellana y con toda la
gallarda cortesía que tenía que esperar de tan valientes adversarios’,
aceptó la invitación, y fue recibido con todos los honores militares.
Esta simple narración de dos enemigos que después de una noche de
sangrienta contienda, van cogidos del brazo a tomar desayuno juntos,
mientras que sus caballos, amarrados en el palenque o la reja de alguna
ventana, cabecean bajo el sol, casi induce a creer en las palabras de
Páez: “EI corazón humano por más que lo endurezcan las pasiones, siempre
conserva un resto de sensibilidad que sólo necesita tal vez un simple
hecho para mostrarse en toda la grandeza”.
La sorpresa del inglés puede ser respondida, indirectamente, con las
palabras que pronunciara Rómulo Betancourt, en el mitin del Poliedro,
ante miles de mujeres que le rendían un homenaje nacional, cuando al
referirse a los duros momentos que le tocó enfrentar durante su
Presidencia Constitucional, afirmó: “No puedo tener resentimientos, los
vencedores no son resentidos”.
Echando una mirada retrospectiva desde esta Venezuela de 1986, casi
en los umbrales del siglo XXI, y pensando en las durísimas pruebas por
las que ha tenido que pasar nuestro pueblo, a lo largo de una historia
accidentada, dramática, llena de vicisitudes y de dolores colectivos,
resultaría un imperdonable acto de descreimiento y de falta de fe en sus
potencialidades, el creer que las circunstancias levernente negativas a
las que nos enfrentamos, puedan hacer sucumbir nuestra fe y nuestra
capacidad para afrontarlas y para vencerlas,
Venezuela vive momentos de pasajero desajuste en su desarrollo
económico. El petróleo, esa oscura sangre de la tierra, que ha
alimentado nuestra prosperidad de casi todo este siglo, no ha sido
aprovechado en la forma óptima en que debiera haberse hecho, para crear
un aparato productivo, eficiente e independiente de los vaivenes del
mercado internacional de nuestra primera fuente de divisas. Pero tampoco
se ha perdido.
Existe en el país una capacidad industrial en gran medida ociosa, que
debe transformarse hacia aquellos campos de actividad en los que
podamos resultar realmente competitivos, dentro y fuera de nuestras
fronteras. Venezuela, en toda su vida pre-petrolera vivió modestamente
des sus exportaciones agrícolas, no está planteado un retroceso, a esa
realidad de la economía del café y del cacao, pero si, como lo ha
logrado en gran medida, la administración del presidente Lusinchi
gracias a una acertada política agropecuaria, de la cual algunos
-demasiado entusiastas- comentaristas han relanzado la expresión de
“milagro agrícola” un incremento acelerado de nuestra producción
agropecuaria, que nos permitan depender, cada vez menos, de las
importaciones y por el contrario generar divisas exportando los
excedentes a los mercados internacionales.
Venezuela ha formado, en su etapa democrática, cuadros profesionales y
técnicos de primer orden. Existe una juventud capacitada y ansiosa de
rendir labor provechosa y constructiva. Encauzarla, impedir que se
frustren sus potencialidades y por el contrario utilizarlas al máximo es
el gran reto que se nos plantea, es la tarea de los hombres de nuestro
tiempo, como fue la tarea de los hombres del ayer la lucha con las armas
en la mano frente al opresor extranjero, al déspota criollo o al
intervencionismo de otros países. Ese reto estarnos dispuestos a
aceptarlo con el convencimiento profundo y cabal de credenciales, la
capacidad y el espíritu de sacrificio que él reclama y, sobre todo, de
que tenemos la disposición de sumar las mejores voluntades, las mejores
capacidades, los mejores individuos del país, en esa tarea colectiva,
porque no nos creemos hombres providenciales, modernos mesías iluminados
de una luz extra terrena, sino que entendemos, corno lo entendieron los
forjadores de la nacionalidad y los luchadores sociales de toda nuestra
historia, que sólo la suma de lo mejor y más auténtico del alma
nacional, puede dar resultados concretos y esperanzadores en momentos
como el que vivimos.
Venezuela hoy, como ayer en el Puerto Cabello de 1823, como en la
Sabana de Carabobo o corno en el Altiplano boliviano, tiene que
potencializar el esfuerzo de todo su pueblo, y de que lo logremos, sin
caudillismos de nuevo cuño, sin retrocesos institucionales impensables e
inaceptables, convocando a esas nuevas hornadas de venezolanos que aún
no han tenido la oportunidad de dirigir el país, en ello está la
seguridad del triunfo, un triunfo que no se medirá en laureles
militares, sino en el afianzamiento real y permanente e indestructible
de una nueva independencia, la independencia que se deriva de
abastecernos en lo fundamental, de generar divisas con que importar
aquello que económicamente no podamos producir en condiciones
competitivas y racionales, y que utilicemos, con criterio de escasez y
no con escasez de criterio, las divisas todavía importantes que nos
produce la industria petrolera y petroquímica en un desarrollo armónico,
integral y auténtico de nuestra potencialidad productiva.
Puerto Cabello 1986.
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