Alberto Arteaga Sánchez
Extremadamente grave es el estado anómico de un país cuando violaciones flagrantes a los derechos humanos se convierten en el pan nuestro de cada día sin ninguna repercusión legal, sin que se abra una investigación y, por ende, sin responsable alguno que asuma las consecuencias de sus actos.
Como parte de la tragedia penitenciaria de la cual también ha dejado de ser noticia la cruda realidad del imperio de los “pranes” convertidos en autoridades, con su séquito armado hasta los dientes, a la luz del día y ante la mirada indiferente del “personal oficial”, todos los días se lleva a cabo la vejatoria e impúdica requisa de las madres, esposas e hijas de los encarcelados, “dignificados” ahora con el título de “privados de libertad”.
Esas requisas, auténticos tratos degradantes y crueles, previstos en la Ley Especial para Prevenir y Sancionar la Tortura y Otros Tratos Crueles, Inhumanos o Degradantes, constituyen una práctica intolerable y delictiva que ha debido desaparecer desde hace muchos años y que se mantiene como macabra rutina que adquiere características de la más cruel humillación en casos políticos, como ha ocurrido con Antonieta de López y Lilian Tintori, en presencia de sus hijos, ritual que, a veces, ve atenuado su carácter vejatorio con los familiares de los presos comunes, según las circunstancias del caso.
Por otra parte, igualmente, como medio o instrumento ordinario que los oficiantes del poder creen que se justifica por el hecho del suministro del material por parte de un “patriota cooperante”, escondido en el anonimato, se exhiben como pretendida prueba de “planes de un preso de conciencia”, como en el caso de Leopoldo López, grabaciones ilegales violatorias de la privacidad, de carácter delictivo, con las cuales el carcelero, que tiene bajo su poder al preso, entre rejas, sometido y vigilado hasta en su intimidad, pretende hacernos creer que el “privado de libertad” hostiga a su custodio, auténtica historia truculenta que aspira a convertir al victimario en víctima de un perseguido político sometido a injusta prisión.
A la luz de nuestras normas, estas prácticas aberrantes tienen un trato claro e incuestionable en la ley que, una vez más, aparece como letra muerta.
Las requisas impúdicas y humillantes deben desaparecer de un país que respete los derechos humanos y quienes las practican deben ser sancionados sin que valgan órdenes de superiores que igualmente merecen ser castigados.
Y por su parte, la Ley de Protección a la Privacidad de las Comunicaciones, vigente desde 1991, castiga con prisión de 3 a 5 años a quien arbitrariamente o en forma clandestina o fraudulenta, grabe o intercepte comunicaciones privadas; y con la misma pena sanciona a quien revele su contenido, aunque no sea el autor de la interceptación ilícita, procediéndose de oficio cuando se trata de funcionarios públicos, según lo previsto en esta ley.
Ante lo expuesto, debe quedar claro que no se trata simplemente de criticar o censurar políticamente a los autores y partícipes en estos hechos. El Ministerio Público y el Defensor del Pueblo tienen la obligación de actuar. No cabe el silencio cómplice, ni el olvido de estos hechos de graves lesiones a la dignidad humana y a los valores morales de un pueblo que no puede tolerar prácticas propias de los más oscuros y crueles regímenes que constituyen una afrenta para la humanidad.
aas@arteagasanchez.com
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