Wolfgang Gil
Aquel a quien los dioses quieren destruir, primero lo vuelven loco
Proverbio antiguo, erróneamente atribuido a Eurípides
No es motivo de vergüenza el haberse entregado a la diversión,sino el no saberla cortar a tiempo Horacio, Epístolas, I, 14, 36.
Durante la realización de los Juegos Olímpicos Río 2016, supimos de los desmanes que produjo un grupo de nadadores norteamericanos en la ciudad de Río de Janeiro. Los atletas no sólo provocaron alboroto y causaron destrozos en una gasolinera, sino que además trataron de ocultar sus acciones con mentiras.
Señalado como el cabecilla de los reprobables actos, Ryan Lochte se encuentra de vuelta en su país, Estados Unidos, y se espera que esté siendo interrogado de nuevo por la Policía Civil a distancia, con la asistencia del FBI. El ganador de doce Medallas Olímpicas no reconoció haber mentido. Tampoco parecía demasiado nervioso por el tema. Publica la prensa que “mientras la policía y la justicia brasileña investigaban para resolver el enigma, él publicaba en su cuenta de Twitter: “Mi cabello [verde por el efecto del cloro de la piscina] volverá a su color normal mañana”.
Significado religioso y moral de los Juegos Olímpicos
Las Olimpíadas, en la antigüedad, eran juegos que poseían un profundo significado. Representaban la ocasión de ponerse en contacto con lo sagrado. Para los griegos, los deportes no estaban dentro del ámbito de lo profano sino que, a través de ellos, los hombres presentaban respeto a sus dioses. Tomaban esto con tanta gravedad que hasta las guerras se detenían cuando celebraban los juegos, a pesar de ser ésta otro deporte que les gustaba practicar a menudo.
De los jugadores se esperaba un comportamiento ejemplar, especialmente en una cultura como la griega, más dada la vergüenza que a la culpa. Por encima de las marcadas diferencias entre las Olimpíadas antiguas y las modernas, se mantiene el concepto de que el deporte debe mejorar moralmente a los deportistas. Ellos deben ser ejemplo para el mundo porque todos los ojos están puestos en sus acciones.
El olimpismo es una ‘filosofía de vida’, es decir, no se presenta como una doctrina teórica, algo que nos habla sobre la verdad o falsedad de los enunciados sobre la realidad, sino como una serie de principios morales para elevar la calidad de la existencia a través de la búsqueda de la excelencia.
Desde el propio fundador de los Juegos Olímpicos modernos, el pedagogo francés Pierre de Freddy Barón de Coubertin, se ha centrado la filosofía de estos certámenes en el concepto griego de kalokagatía (frase compuesta por dos adjetivos griegos: καλός, ‘bello’, y ἀγαθός: ‘bueno’). Werner Jaeger lo resume como “una formación espiritual plenamente consciente” que estaría fundada en “una concepción de conjunto acerca del hombre” (Paideia, p. 290). La unidad armónica de la belleza y la bondad es el ideal al cual apunta el concepto griego de virtud (areté), entendida como búsqueda de la excelencia física y espiritual.
La aspiración del olimpismo es producir una transformación en las personas a través de los valores de la disciplina y la superación constante. Pero una cosa es el ideal olímpico y otra es la realidad. ¿Qué sucede cuando los deportistas olímpicos no parecen estar a la altura moral que se espera de ellos?
Cuando se nubla la mente
Dodds, en su exquisito libro Los griegos y lo irracional, le dedica un capítulo a la diosa Ate, la diosa que era invocada cuando alguien cometía un desafuero y luego sentía que él no lo había hecho ya que estaba fuera de sí. Ese fenómeno era explicado por los griegos como la posesión por una divinidad que representaba la furia y el orgullo:
“Comencemos por la experiencia de tentación divina o infatuación (ate) que llevó a Agamenón a resarcirse de la pérdida de su favorita robándole a Aquiles la suya. “No fui yo”, declaró después, “no fui yo la causa de aquella acción, sino Zeus, y mi destino y la Erinia, que anda en la oscuridad: ellos fueron los que en la asamblea pusieron en mi entendimiento fiera ate el día que arbitrariamente arrebaté a Aquiles su premio. ¿Qué podía hacer yo? La divinidad siempre prevalece”. Lectores modernos demasiado apresurados han despachado en ocasiones estas palabras de Agamenón interpretándolas como una débil excusa o evasión de responsabilidad. No así, que yo sepa, los que leen cuidadosamente. Evasión de responsabilidad en el sentido jurídico, no lo son ciertamente esas palabras; porque al fin de su discurso Agamenón ofrece una compensación fundándose precisamente en eso: “Pero puesto que me cegó la ate y Zeus me arrebató el juicio, quiero hacer las paces y dar abundante compensación”. Si hubiera obrado en virtud de su propia volición, no podría reconocer tan fácilmente que no tenía razón; dadas las circunstancias, está dispuesto a pagar por sus actos” (pp. 16-17)
Como podemos ver, Agamenón se hace responsable de su acción, aunque explica que no es completamente culpable. Hay un orden divino que incluye los desafueros que podamos cometer. Debe entenderse por ate una intervención psíquica de origen divino, en los mismos términos que expone Dodds:
“Siempre, o prácticamente siempre, la ate es un estado de mente, un anublamiento o perplejidad momentáneos de la conciencia normal. Es en realidad una locura parcial pasajera; y, como toda locura, se atribuye no a causas fisiológicas o psicológicas, sino a un agente externo y ‘demoníaco’” (p. 19)
Esto nos lleva a preguntarnos si no sería el caso de Agamenón equivalente a lo ocurrido a los jóvenes nadadores que cometieron vandalismo durante las Olimpiadas de Rio en 2016.
En el territorio de la venganza divina
El principio de la sabiduría antigua era ‘nada en demasía’, es decir, evitar los excesos. Los excesos se atribuyen al error moral de la ‘desmesura’ o ‘soberbia’: la hibris (en griego antiguo ὕβρις, hýbris). La persona que incurre en hibris es culpable de desear más que la justa medida que el destino le asigna.
El castigo a la hibris es la némesis (Νέμεσις), la venganza de los dioses, la cual tiene como efecto devolver al individuo a los límites que transgredió. Heródoto lo expresa claramente:
“Puedes observar cómo la divinidad fulmina con sus rayos a los seres que sobresalen demasiado, sin permitir que se jacten de su condición; en cambio, los pequeños no despiertan sus iras. Puedes observar también cómo siempre lanza sus dardos desde el cielo contra los mayores edificios y los árboles más altos, pues la divinidad tiende a abatir todo lo que descuella en demasía. Historia, VII, 10”
Las sanciones de Némesis tienen la intención de dejar claro a los mortales que, debido a su condición humana, no pueden ser excesivamente afortunados ni deben trastocar con sus actos, ya sean buenos o malos, el equilibrio universal.
En la mitología hay muchas aplicaciones de este principio. Aracne fue una gran tejedora que alardeó de ser más habilidosa que la diosa Atenea. Como consecuencia, la diosa ofendida entró en competición con Aracne, pero, según cuenta Ovidio, no pudo superar la destreza tejedora de la mortal, por lo cual la transformó en una araña.
Esto también nos lleva a preguntarnos si la diosa Némesis ha actuado en el caso de los jóvenes deportistas olímpicos.
¿Un ídolo con pies de barro?
El delito de Ryan Lochte podría ser considerado por algunos como una travesura de estudiante de fraternidad universitaria norteamericana. Es verdad que los deportistas andaban bebidos —un poco de locura endulza la vida—, pero todo tiene sus límites. Es peligroso dejar que la locura tome el control, especialmente si va acompañada de un injustificable sentimiento de superioridad.
Estas acciones adquieren una nueva dimensión debido a que ocurrieron en un país de Sudamérica y en el contexto de la realización de unos juegos olímpicos.
Estudiemos primero el contexto de un país sudamericano como Brasil, que se impuso el reto de realizar las primeras olimpíadas de la región.
Para este país ha significado un gran esfuerzo llevar adelante este certamen, pues ha tenido que luchar contra la corriente adversa de la corrupción política, la criminalidad y la epidemia de Zika.
La audiencia internacional ha percibido que Lochte es el privilegiado de un país poderoso que va a orinar (cosa que literalmente hizo) sobre el orgullo de una nación más débil. Además Lochte se ha aprovechado de los prejuicios contra Brasil como una cortina de humo para ocultar sus travesuras y darse a la fuga.
“Los nadadores dejaron la fiesta muy animados cuando faltaban 15 minutos para las seis de la mañana– y no a las cuatro, como inicialmente declararon – y pidieron un taxi. En el camino de cerca de 40 kilómetros que separaba el baile, en la turística Laguna Rodrigo de Freitas, de la Villa de los atletas, los nadadores hicieron una parada. Necesitaban ir al baño. El taxista entonces aparcó el coche en el lateral de una gasolinera de la avenida de las Américas, ya en Barra da Tijuca, cerca del Parque Olímpico. Lochte estaba exaltado, confirmó uno de los compañeros a la policía, y parte del grupo acabó haciendo pis en la calle. Arrancaron una placa del puesto y al llegar a los baños rompieron espejos, jaboneras y la propia puerta. La policía no aclaró si todos participaron o fue solo Lochte, el más agitado, pero confirmó que el medallista había consumido mucho alcohol”.
Por otra parte, el contexto olímpico le da otra connotación a estos desmanes. De un deportista de este nivel se aspira un comportamiento más digno. Que no cometa ningún desafuero y, en el caso de hacerlo, se espera una actitud más gallarda, por ejemplo, que asuma su responsabilidad de forma sincera y ejemplarizante.
El veredicto de los dioses
Lochte resulta muy poco convincente cuando se disculpa, al no asumir plenamente su responsabilidad. Todavía falta saber si tiene conciencia de que los dioses conspiran para verlo caer de su podio olímpico a fin de darle una lección.
Como ya vimos, Agamenón se disculpó por lo que hizo, y realmente parece arrepentido por sus acciones. Reconoce que en su sano juicio no habría cometido tal abuso y asume plenamente su responsabilidad, aunque responsabiliza a las divinidades por haberle nublado el entendimiento.
Lochte y Agamenón comparten la ceguera que dispensa la diosa Ate, pero allí terminan las coincidencias. El caso de Lochte no es igual al de Agamenón. El joven nadador no parecía estar profundamente arrepentido por los daños causados. Más bien estaba preocupado porque lo atraparon en la fechoría y temía las consecuencias legales, o peor aún, perder los jugosos contratos de sus patrocinadores, como en efecto ocurrió.
Lochte parece continuar atrapado por la hibris. Como ya vimos, este rasgo está asociado a la arrogancia que desprecia a los demás. Se refiere mayormente a la desconsiderada violencia de los poderosos hacia los débiles.
Como bien decía Francisco de Quevedo: “La soberbia nunca baja de donde sube, pero siempre cae de donde subió”.
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