Editorial El Nacional
Entre las tantas críticas que han surgido como motivo de la esperanzadora y pacífica marcha convocada por la unidad opositora hay una por demás interesante. Se afirma en ella que esta movilización ciudadana causará una mayor polarización entre una Venezuela afecta al oficialismo y la otra, hoy mayoritaria, que se resiste a aceptar el rumbo propuesto por la revolución bolivariana.
Hay algo de razón en ese planteamiento pero no en la Venezuela de hoy ya fracturada y no precisamente por la oposición. Quienes abrieron esa brecha no están ahora en el poder, y si quedan algunos por allí no están en posiciones de cambiar las cosas tan radicalmente, en primer lugar porque en la perspectiva del chavismo naciente no había lugar para un entendimiento de igual a igual, sino que privaba un afán diferenciador con respecto a los adversarios o los indiferentes.
Ello era claramente perceptible en el lenguaje utilizado por el jefe del movimiento que, en cada frase y momento, usaba el látigo insultante como arma de desprestigio “contra el enemigo”. De igual manera las etapas históricas fueron adjetivadas como cuarta república y quinta república. La primera era causa y origen de todo lo malo que nos ocurría, y la segunda era el elíxir que sanaría nuestros padecimientos. Claro que tal superchería no estaba hecha para aguantar el paso de los años.
Quien soñara en el chavismo, en esos momentos triunfales, sobre la posibilidad de un diálogo no solo era mal visto sino tildado de loco de carretera. Nadie que no estuviera fanáticamente unido al proyecto bolivariano podía ser gente buena sino, da pena repetirlo, un vulgar agente de la CIA y por extensión del “imperialismo norteamericano”. En ningún momento les pasó por la cabeza que a los venezolanos no nos gusta ser agentes de nadie, ni de los gringos ni mucho menos de los rusos y los cubanos. El hecho automático de ser acusados sin pruebas y a grito público de ser traidores no contribuyó a que los no convencidos se unieran al movimiento chavista, muy por el contrario, generó un rechazo inmediato que fue creciendo en el entendimiento de la gente.
La peor consecuencia de este hablar y acusar a tientas y a locas fue, inevitablemente, una progresiva pérdida de credibilidad no sólo en la palabra del líder sino en los actos consiguientes de sus ministros de primera mano y confianza. Ahí comenzó la brecha que no existía cuando el ciudadano común había decidido darle su apoyo al ex militar y luego político activo. La vanidad, o quizás su soberbia, le llevó a desbordarse en su discurso en la misma medida en que éste se hacía etéreo, fugaz y disparatado. Y para mal de males incurrió en el error de creerse actor, cantante y contador de chistes, sin notar que su público comenzaba a cansarse. Fidel Castro, más perverso y mejor orador, jamás hubiera caído en ese error tan infantil.
Ahora su antiguo público sale a marchar este primero de septiembre, se despolariza y se une a sus antiguos adversarios en la batalla contra la epidemia de hambre que azota a la nación, contra la corrupción y el narcotráfico, el militarismo y la mentira y, sorpresa de sorpresas, en defensa de la pisoteada Constitución de Venezuela.
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