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Antonio Pasquali/El Nacional
16 de septiembre de 2012
Usuario chambón de frases semifamosas (nadie entendió cómo pudo aplicar a los 42 muertos de Amuay un título teatral de Broadway, "la función continúa", y atribuírsela además a un filósofo), nuestro candidato Presidente de la República, comandante supremo de la Fuerza Armada, jefe del PSUV y enfermo, se avecina a la elegíaca hora de un más pertinente consummatum est, la de entregar la banda presidencial y salir de escena sin tiros ni insultos del estribo.
Las últimas semanas del déspota se volverán memorandos.
Evocan Las bacantes, aquella compleja tragedia de un Eurípides viejo y reconciliado con la religiosidad que nos legó un verso imperecedero: "A quien deciden perder, los dioses lo enloquecen primero", el cual, para el caso nuestro, no pareciera metafórico ni analógico.
¿Enloquecido el Presidente saliente? Un amago de respuesta anida en su obsesión entre rebuscada e inconsciente de proyectar sobre el "enemigo" sus propios traumas y violaciones, lo que convierte cada proyección en un acto fallido que lo desnuda.
En el pajar de su insultadera salió a relucir en días recientes una perla de colección: "Si él (Capriles) va a seguir insultando, habrá que ponerle pronto una camisa de fuerza", un autorretrato con autorreceta casi perfecto.
Otra clave: la exacerbación patológica de sus chimborazos, de sus bolivarescos delirios de grandeza. Acaba de afirmar que de su tercera reelección en octubre "depende en buena manera el futuro de la humanidad". ¿Está en sus cabales el autor de tamaña arrogancia (la trágica hubris que castigaban los dioses), fracasado y enfermo Presidente de un país por él destrozado y degradado que suma 0,41% de la población mundial y sale terriblemente mal parado en una inquietante cantidad de estadísticas mundiales? Hay otras señas manifiestas de caída en barrena por desvarío: el No masivo recibido de quienes no se dejaron imponer a dedo un gobernador le produjo un fatal minuto en que se le cayó la máscara farisaica de lo "participativo y protagónico" y dejó al desnudo sus facciones de dictador; sus torpes incongruencias ante enfurecidos trabajadores del hierro; su ilógica e indecorosa conducta ante la tragedia de Amuay, adonde llegó (tarde) a caerle a realazos, vagas promesas y medallas a los sobrevivientes, a recordarles a los medios que sólo él encarna la verdad, a proferir el grotesco "la función continúa" y (aseguran observadores acuciosos) a consolar a una madre que lloraba el hijo muerto tatareándole un "ay, ay, ay, ay, canta y no llores".
Militar tozudamente monobsesivo, Chávez habrá pasado las últimas semanas de su satrapía intoxicando a la gente a más no poder, prometiendo villas y castillos, fabricando matrices de opinión sobre su victoria, elevando a coprolálicas alturas el insulto, amenazando al país con que habrá muertos si no vota por su revolución pacífica pero armada, acusando a la oposición de desconocerle a futuro su triunfo; mensajes que por su extremada repetitividad suscitan en el cerebro de los perceptores el ritmo alfa del adormecimiento. Tratándose además de alguien adicto a anunciar hoy en forma críptica lo que hará mañana, tómese nota de que en otra de sus recientes ollas podridas en cadena llegó a evocar espaciosamente, como el que no quiere, la figura del Bolívar que se vio obligado a convertirse en dictador para preservar su obra y perseguir magnicidas...
Dentro de tres semanas todo esto será una pesadilla de la que el país derivará enseñanzas para una mejor praxis democrática. Pese a sus desaforados esfuerzos por comprar votos, encubrir su enfermedad, intoxicarnos con ventajismos, guerras sucias y cadenas, y hasta por seducir a una clase media a la que insulta desde hace 14 años (indicio de su gran debilidad electoral), Chávez no ha hecho mella alguna en la oposición, mientras Capriles lograba una devastadora penetración en el desengañado universo chavista que puede asegurarle una comodísima victoria con ventaja de hasta 2 millones de votos.
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