MIGUEL BAHACHILLE M. | EL UNIVERSAL
lunes 24 de septiembre de 2012 12:00 AM
Más estupor que sorpresa causan las declaraciones del optante a la reelección respecto a la guerra civil que ocurriría en el país en caso de que él perdiera las elecciones. No causan sorpresa porque la gente se ha adestrado a lo largo de 14 años para oír tanta facundia impartida con odio. En cambio sí causa estupor el complemento de la declaración en la que afirma que desde el año 1992 viene actuando para impedir una guerra civil entre venezolanos. ¿Puede alguien creer este discurso? ¿Acaso no fue el cabecilla de la asonada armada contra el orden democrático que ocasionó decenas de muertes? ¿No fue esa insurrección una intentona de guerra civil? Afortunadamente fue aplacada por las fuerzas democráticas del país que por cierto luego le facilitaron su participación para ascender como presidente constitucional.
El optante repetido emite esas declaraciones porque no cree en la multiformidad de la política que fecundiza la concurrencia de intereses y personas. Él prefiere seguir sustentándose en el poder con elementos provenidos de los fragmentos cismáticos que lo rodean dispuestos a intensificar una campaña concertada a través del cartel del miedo sigilosamente estructurado. El presidente gobierna a disgusto porque no ha podido liquidar en 14 años la tradición democrática arraigada en los últimos 60 años. Sigue embelesado con el modelo cubano porque es el único que le permite imponer un régimen feliz en que las masas actúen como siervos y no como ciudadanos.
La conducta violenta de los adeptos al candidato repetido que se sienten con potestad para agredir impunemente los actos de la oposición, como ocurrió en Puerto Cabello, refleja la conducta oficialista negada a diferenciar la autoridad de la violencia. La violencia es coacción física, dominio de la situación y sujeción total de los demás mediante la fuerza bruta. A los regímenes militaristas como éste les cuesta entender las formas de poder en cuyo seno quedan perfectamente delimitadas sus distintas funciones. De allí el inflexible control que tiene el presidente sobre el TSJ, Fiscalía, Asamblea, y del resto de las instituciones públicas. Basta revisar los escabrosos testimonios del exmagistrado Aponte Aponte para corroborarlo.
De esta estructura viciada surge un cuerpo de mando que en nada se asemeja a las democracias que se inspiraron en los filósofos y teóricos del derecho que originaron la conocida Pirámide de Kelsen en que quedan perfectamente establecidos los rangos institucionales y funciones de cada organismo público. ¿Qué tenemos hoy? De la interpretación cerrada del concepto de Estado provenido de una mente militarista resulta un subgénero de pirámide de poder en la que cada funcionario ejerce su ámbito de manera indirecta pero bajo la égida de un jefe colocado en el vértice superior del diagrama.
Desde esa cúspide del poder el presidente pretende instituir nuestra conducta social y en razón de ello ordenar, prohibir o autorizar todo. En otras palabras, pensar por el resto del país. Sus órdenes empujan a sus subordinados a la obediencia absoluta sin dejar rendija alguna para libertad de decisión. Así pues el instrumento del ejercicio de la autoridad no está basado en el orden sino en la violencia. ¿Guerra civil? Ante la evidente merma del apoyo popular, el candidato revolucionario dejó de ser un seductor de masas para transformarse en un provocador de la violencia y el miedo. No hay que dejarse llevar por percepciones instauradas con miedo e inquina. Todos a votar en octubre para recuperar la civilidad y sindéresis imprescindibles en cualquier ámbito representativo.
El optante repetido emite esas declaraciones porque no cree en la multiformidad de la política que fecundiza la concurrencia de intereses y personas. Él prefiere seguir sustentándose en el poder con elementos provenidos de los fragmentos cismáticos que lo rodean dispuestos a intensificar una campaña concertada a través del cartel del miedo sigilosamente estructurado. El presidente gobierna a disgusto porque no ha podido liquidar en 14 años la tradición democrática arraigada en los últimos 60 años. Sigue embelesado con el modelo cubano porque es el único que le permite imponer un régimen feliz en que las masas actúen como siervos y no como ciudadanos.
La conducta violenta de los adeptos al candidato repetido que se sienten con potestad para agredir impunemente los actos de la oposición, como ocurrió en Puerto Cabello, refleja la conducta oficialista negada a diferenciar la autoridad de la violencia. La violencia es coacción física, dominio de la situación y sujeción total de los demás mediante la fuerza bruta. A los regímenes militaristas como éste les cuesta entender las formas de poder en cuyo seno quedan perfectamente delimitadas sus distintas funciones. De allí el inflexible control que tiene el presidente sobre el TSJ, Fiscalía, Asamblea, y del resto de las instituciones públicas. Basta revisar los escabrosos testimonios del exmagistrado Aponte Aponte para corroborarlo.
De esta estructura viciada surge un cuerpo de mando que en nada se asemeja a las democracias que se inspiraron en los filósofos y teóricos del derecho que originaron la conocida Pirámide de Kelsen en que quedan perfectamente establecidos los rangos institucionales y funciones de cada organismo público. ¿Qué tenemos hoy? De la interpretación cerrada del concepto de Estado provenido de una mente militarista resulta un subgénero de pirámide de poder en la que cada funcionario ejerce su ámbito de manera indirecta pero bajo la égida de un jefe colocado en el vértice superior del diagrama.
Desde esa cúspide del poder el presidente pretende instituir nuestra conducta social y en razón de ello ordenar, prohibir o autorizar todo. En otras palabras, pensar por el resto del país. Sus órdenes empujan a sus subordinados a la obediencia absoluta sin dejar rendija alguna para libertad de decisión. Así pues el instrumento del ejercicio de la autoridad no está basado en el orden sino en la violencia. ¿Guerra civil? Ante la evidente merma del apoyo popular, el candidato revolucionario dejó de ser un seductor de masas para transformarse en un provocador de la violencia y el miedo. No hay que dejarse llevar por percepciones instauradas con miedo e inquina. Todos a votar en octubre para recuperar la civilidad y sindéresis imprescindibles en cualquier ámbito representativo.
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