Enrique Viloria Vera
Hay frases de frases, conductas de conductas, lágrimas de lágrimas: unas son heroicas, otras temerosas y advertidas. Asistimos los bolivarianos súbditos, encadenados sin remedio a un imposible, a una inmutable cháchara superior que intenta explicar lo ya sabido y lo ya visto. Que no se obtuvieron los objetivos, ni se obtendrán, de tanto petróleo dilapidado es pan comido, realidad electoral que nadie cuestiona.
El celebrado por ahora tiene visos de más nunca, las promesas reiteradas y repetidas lo confirman, porque como bien dice la Mafalda de Quino: "Y, claro, el drama de ser Presidente es que si uno se pone a resolver los problemas de Estado no le queda tiempo para gobernar"
Pierde la calma el que comanda, se sulfura, vomita fuego - que quisiera eterno -, se baña de improperios porque la apetecida popularidad ya no lo cobija. Grita amenazas, escupe insultos y se desgañita incontinente, acusa a diestra y siniestra para defenderse de lo que lo vulnera de frente; la anunciada Isla en el Mar de la Felicidad es un destino preludiado y cada vez más vigente.
Sus más cercanos preparan familia, nuevo domicilio, dólares y alforjas para ejercer el humano recurso de la supervivencia, y de la traición; más de uno, antes solidario, se solaza de su exilio – a pesar de que entre DEA se vea - anhela intensamente estar lejos de este menguado volcán que no lacera, de este manso huracán que se torna lentamente en tormenta tropical de poco alcance.
Sudado, angustiado, frustrado, hinchado, vencido en su orgullo, decepcionado, traicionado, inmodesto, farfullero, amedrentado, lloroso y sentimental, sabedor de que no lo quieren, de que están dejando de quererlo, plañidero, despechado, llorón y sensiblero, desliza televisadas lágrimas furtivas, mientras más tarde - a moco suelto - llora en la soledad de su palacio despoblado.
Para la eternidad tan ansiada y ya no previsible, remedando a su mentor, parodiando a su menguado consejero, el incoloro y desvaído Comandante en su ermitaño y derrotado laberinto acuña la frase celebre, la sentencia capital:
¡La Histeria me absolverá!
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