Fernando Mires
“Las revoluciones y las mujeres han nacido para ser traicionadas”. La frase la soltó uno de mis amigos ya extintos en una de esos bien regados encuentros de juventud en el Bar Black and White de Santiago, cuando discutíamos acerca del trágico destino de Trotzki y Bujarin en la siniestra URSS de Stalin.
Dejando a las mujeres de lado –la frase sonaría hoy algo misógina- la afirmación de que las revoluciones nacen para ser traicionadas reposa sobre abultada documentación. Hay otras parecidas: “Los revolucionarios cavan sus propias tumbas”. O ésta, muy divulgada: “La revolución es la madre que devora a sus propios hijos”. Frases que irrumpieron en mi memoria cuando el egipcio Mohamed Morsi, sólo un día después de haber sido agasajado por la prensa internacional como mediador del conflicto en Gaza, y siguiendo el mal ejemplo sentado por ciertos gobernantes sudamericanos, emitió un decreto que otorga a la presidencia facultades extraordinarias mediante las cuales el poder judicial sería subordinado al ejecutivo.
Los enemigos del mundo islámico deben haber caído en inoculto regocijo. ¿No es esa una prueba de que los musulmanes son bárbaros incapaces de acceder a normas democráticas? ¿No confirma Morsi la certeza de la doctrina Bush (“primero te mato y después conversamos”) y la ingenuidad de Barack Obama al extender su abierta mano a los rebeldes de “la primavera árabe”?
No obstante, antes de emitir juicios, convendría pensar un poco. Por de pronto no es seguro si Mohamed Morsi ha traicionado una revolución. Lo que hubo en Egipto fue más bien un levantamiento popular que puso fin a una larga dictadura militar. Y después del estallido popular hubo elecciones que llevaron al gobierno a una mayoría formada por contingentes islámicos.
Esa mayoría representada por Morsi enfrenta a tres adversarios: 1) Las juventudes seguidoras del premio Nobel de la Paz, Mohamed el-Baradei, las mismas que hicieron detonar la rebelión del 2011. 2) El laicismo de raigambre militar que sobrevivió a Mubarak y que todavía se encuentra presente en las instituciones del país, entre otras, en el poder judicial, y 3) Los sectores más fanáticos del islamismo fundamentalista, casi todos salafistas
Bajo esas condiciones, el gobierno de Morsi –representante de los sectores más políticos del Islam- ha de cumplir una función doble. Por una parte mediar entre fuerzas antagónicas y, por otra, asegurar su hegemonía sobre ellas. En breve: el gobierno de Morsi no las tiene fácil.
Lo que surgió en Egipto entonces no fue un régimen democrático sino –y eso es algo distinto- una república políticamente constituida. Mas, por otra parte, y como he reiterado en otras ocasiones, una democracia sólo puede surgir de la vida política y de ningún otro lugar.
Mas, supongamos que la ocurrida en Egipto fue una auténtica revolución, hoy en vías de ser traicionada por Morsi. ¿Es esa traición una característica de los pueblos islámicos? De ninguna manera. Las revoluciones traicionadas son un invento exquisitamente occidental
Con excepción de la norteamericana, todas las revoluciones occidentales han sido traicionadas. ¿No lo fue la francesa por la guillotina de Robespierre y la expansión napoleónica? ¿No lo fue la rusa por el GULAG staliniano? Pero no vayamos tan lejos: ¿No murieron miles de mexicanos para que sobre sus cadáveres surgiera ese antro corrupto que fue el PRI? ¿No instauraron los Castro en nombre de la lucha en contra de Batista la dictadura militar de más larga duración que conoce la historia del continente? ¿No ha restaurado la familia Ortega en Nicaragua la estructura del poder dinástico de la familia Somoza en nombre del sandinismo? Las revoluciones (y no las mujeres) nacieron para ser traicionadas.
Sin embargo, Morsi no es un revolucionario. Antes que nada es un político. ¿Y qué es un político? De acuerdo a una definición muy particular, un político es una variante de la especie humana que se caracteriza por invertir su líbido no en objetos de placer sino en objetos de poder. En ese punto Morsi no se diferencia de la mayoría de los políticos de la tierra. Porque, seamos sinceros: ¿cuántos gobernantes democráticos no se convierten en autócratas no porque no quieren sino porque no pueden? Un político –es la dura verdad- avanzará siempre hasta donde le permitan llegar. ¿Fue esa entonces la razón por la cual Morsi, después de su exitosa mediación en Gaza, se sintió legitimado para concentrar todo el poder?. Si fue así, calculó mal.
Nunca imaginó Morsi la contundente oposición que desataría en contra de su fatal decreto. La plaza Tahrir se convirtió de nuevo en el lugar de encuentro de masas dispuestas a luchar en contra de cualquier proyecto dictatorial. La izquierda y los liberales formaron un Frente Unido. Tres de los consejeros de Mursi dimitieron: la escritora Sakina Fuad, el poeta Faruk Goweida y el único ministro cristiano: Samir Morkos. Los jueces fueron a la huelga. Hechos que muestran como el espíritu de la rebelión popular del 2011 sigue viviendo en Egipto. Y esa es una muy buena noticia.
Morsi sólo tiene dos alternativas: Reprimir a las masas opositoras a sangre y fuego convirtiéndose en un nuevo Mubarak, o retroceder algunos pasos. ¿Cuántos pasos? Eso no se sabe todavía. Lo importante es que si Morsi es tan hábil en política interna como en la externa, habrá entendido que si quiere conservar el poder deberá com-partirlo.Y para eso están los “partidos”.
Quizás la conquista más preciada de la llamada “primavera árabe” ha sido la partición del poder político. Esa partición es, a su vez, condición para que en el futuro emerja en los países islámicos algo parecido a una democracia. Pues ¿qué es la democracia sino algo que sólo se parece a su ideal?
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